Test Drive | Page 26

—¡Quiá! ¡Nuestra última hora está más lejos que nunca! Cuando llegue la noche, ese barrilito de pólvora hará maravillas. Entró en la habitación y sin más explicaciones cortó las amarras del Conde de Lerma y su sobrino, a quienes invitó a compartir la improvisada comida y a mantener la promesa de no intervenir en el asunto. —¿Qué hacen mis compatriotas? He oído un vocerío ensordecedor —preguntó el conde. —Por ahora, se limitan a sitiarnos. —Lamento decírselo, pero el asedio continuará, y tarde o temprano tendrá usted que rendirse. Y le aseguro que sería un disgusto para mí ver a un hombre amable y valiente como usted en manos del gobernador. ¡El no perdona a los filibusteros! —¡No me cogerá! Es preciso que arregle cuentas con el flamenco. —¿Lo conoce usted? —Ha sido un hombre fatal para mi familia, y si me he hecho filibustero, a él se lo debo. Pero no hablemos de esto, me lleno de odio y me vuelvo triste. ¡Beba usted, conde! La comida terminó en silencio, sin que nada la interrumpiera. Los soldados, a pesar de sus ganas de quemar vivos a los filibusteros, no habían tomado ninguna determinación. No les faltaba el valor, ni los espantaba el barril de pólvora, pero temían por el Conde de Lerma y su sobrino, dos personas muy respetables en la ciudad. Al caer la noche, Carmaux vio llegar más soldados a la calleja. Rápidamente llamaron al negro, quien había logrado hundir una parte del techo haciendo un, boquete de escape. En aquel momento sonó una descarga y la casa se estremeció. Las balas horadaron las murallas y el techo. —Les he prometido la vida —dijo el Corsario al conde y a su sobrino—, y suceda lo que quiera, sostendré mi palabra, pero ustedes deben jurar que no se rebelarán. —Hable usted, caballero —dijo el conde—. Siento mucho que los asaltantes sean mis compatriotas. Si no lo fuesen, le aseguro que tendría el placer de combatir a su lado. —Tienen ustedes que seguirme si no quieren volar. —¿Cómo? ¿Van a volar mi casa? ¿Quieren arruinarme? —¡Cállate, avaro —gritó Carmaux—. ¡Que te indemnice el gobernador! En la calle sonó otra descarga. — —¡Carmaux, la mecha! ¡Adelante, hombres del mar! —gritó el Corsario. Ya en el desv án, el africano, mostró el boquete. El Corsario entró por él y salió al tejado. Cuatro tejados más adelante, se veía un muro al lado de una palmera. —¿Por allí debemos descender? Página 26