—Si le interesa saberlo, le digo que ellos están sanos y de muy buen humor.
—¡Mándelos usted bajar!
—¡Señor, eso es imposible! —contestó el Corsario.
—¡Obedezca! ¡O haré derribar la puerta!
—¡Hágalo! Pero le advierto que hay un barril de pólvora detrás de la puerta. Al primer
intento que usted haga para forzarla, pondré fuego a la mecha y volará la casa con todos sus
ocupantes.
—¿Pero, quién es usted? —gritó frenético el teniente.
—Un hombre que no quiere ser molestado —respondió con calma el Corsario.
—¡Un loco!
—¡Tan loco como usted!
—¡Eso es un insulto! ¡Concluyamos! ¡La broma ha durado demasiado!
—¿Lo quiere usted? ¡Eh, Carmaux; anda a poner fuego a la pólvora!
Al oír la terrible amenaza, los vecinos corrieron a ponerse a salvo; otros entraban en
sus casas para rescatar sus objetos de más valor. Hasta los soldados retrocedieron.
—¡Deténgase, señor! —gritó el teniente— ¡Está usted loco!
—¡Déjeme usted en paz! Retire a la tropa.
En aquel momento se acercó al teniente un hombre con una venda ensangrentada en la
cabeza; caminaba como si llevara una pierna muy herida. Carmaux se estremeció.
—¡Comandante, nos delataron! Ése es uno de los vizcaínos que nos acometieron.
—¡Señor teniente, que no se le escape! ¡Es uno de los filibusteros!
Un grito, no de espanto, sino que de furor, estalló por todas partes. Le siguieron un
disparo y un gemido doloroso.
A una señal del Corsario, Carmaux había levantado el mosquete y con admirable
puntería tumbó al vizcaíno.
—¡Quémenlos vivos! —gritaban algunos.
—¡Ahórquenlos en la plaza! —pedían otros.
—Son las seis de la tarde, señor —gritó el Corsario al teniente—. Mientras usted
decide qué hacer, voy a tomar un bocado con el Conde de Lerma y su sobrino y beberé un
vaso por usted antes de que vuele la casa.
—¿Qué vamos a hacer, capitán? preguntó Carmaux, asombrado.
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