—¿Quién es usted?
—¡Debió haberlo adivinado! Somos filibusteros de las Tortugas. ¡Defiéndase; porque
lo mataré!
—En ese caso, lo pondré muy pronto fuera de combate. ¡Usted no conoce el brazo del
Conde de Lerma!
—Ni usted el del señor de Ventimiglia. ¡Defiéndase, conde!
—Sólo una pregunta: ¿Qué ha hecho usted con mi sobrino y su criado?
—Están presos juntamente con el notario. No se inquiete por ellos. Mañana estarán
libres.
—¡Gracias, caballero!
Instantes después, sólo se oía en el corredor el ruido de los aceros. El castellano se
batía de un modo admirable, como un espadachín valiente, pero pronto hubo de convencerse
de que tenía por delante a un adversario de los más temibles. El Corsario realizaba un
inteligente juego para cansar al enemigo. En vano, el castellano había procurado arrastrarle
basta la escalera. De improviso, el Corsario se lanzó a fondo. Dio un golpe seco a la hoja del
conde y la hizo caer al suelo.
Al verse desarmado, éste se puso pálido. La hoja de la espada del Corsario, que le
amenazaba el pecho, se levantó.
—¡Es usted un valiente! —dijo el Corsario, saludándole—. Usted no quería ceder el
arma: ahora yo me la tomo, pero le dejo la vida.
Un profundo asombro dominaba al castellano. No creía estar vivo aún.
—Mis compatriotas dicen que los filibusteros son hombres sin fe ni ley, dedicados
sólo al robo en el mar; ahora puedo decir que entre ellos también hay valientes que, en lo que
a caballerosidad se refiere, pueden dar punto y raya a los más cumplidos caballeros de
Europa. Señor caballero, permítame estrechar su mano. ¡Gracias!
El Corsario se la estrechó cordialmente, y recogiendo la espada caída, se la alargó al
conde.
—Conserve su arma, señor. A mí me basta con que me prometa usted no esgrimirla
contra nosotros hasta mañana.
—¡Se lo prometo por mi honor, caballero.
—Ahora, por favor, déjese atar. Me disgusta recurrir a este extremo, pero no puedo
hacer otra cosa.
—¡Haga usted lo que quiera!
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