Test Drive | Page 22

El Corsario y sus dos marineros discutieron varios proyectos de huida, pero ninguno parecía bueno. Los filibusteros, generalmente fecundos en astucias, se encontraban en aquel momento en un atolladero. Hallábanse en esa perplejidad, dándole vueltas al asunto, cuando una tercera persona golpeó a la puerta del notario. Desde la ventana, Carmaux vio que el que dejaba caer sin cesar el llamador de hierro no iba a dejar dominarse con la facilidad del jovencito y del criado. —¡Ve, Carmaux! —le apuró el Corsario. —¡Aquí, por lo visto, se necesita un cañón para que abran la puerta! —dijo el recién llegado. Era un hombre de unos cuarenta años, arrogante, de alta estatura, de tipo varonil y altivo, ojos negrísimos y una espesa barba negra, que le daba cierto aspecto marcial. Vestía en forma elegante y llevaba botas largas con espuelas. —¡Perdón, caballero! —dijo Carmaux—. Pero estábamos ocupadísimos. —¿En qué? —preguntó el castellano. —En curar al señor notario. Tiene mucha fiebre, señor. —¡Llámame conde, tunante! —Adelante, señor conde, no tenía el honor de conocerle. —¡Vete al demonio! ¿Dónde está mi sobrino. —A una señal de Carmaux, el negro cayó sobre el visitante con la rapidez del rayo, pero éste, con una agilidad prodigiosa, lo esquivó, empujó a Carmaux y, sacando la espada, gritó: —¡Hola! ¡Ladrones! ¡Canallas! ¡Voy a cortarles las orejas! —¡Ríndase, señor! —le gritó el Corsario desde lo alto del corredor. —¿A quién? ¿A un bandido que tiende un lazo para asesinar a traición a las personas? —No: al caballero Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. —¿Ah? ¿Es usted un noble? Quisiera saber por qué trataba de hacerme asesinar por sus criados. —Ésa es una suposición que usted ha hecho. Nadie quiere asesinarle, solamente retenerlo por algunos días como prisionero. —¿Por qué razón? —Para evitar que usted advierta a las autoridades de Maracaibo de mi presencia. —Un noble con problemas! ¡No entiendo! —¡Entréguese! Página 22