—Señor —dijo Carmaux al Corsario—, mientras los españoles persiguen nuestra
sombra, pruebe un trozo de este pescado, que es una magnífica tenca de lago, y de este pato
silvestre. Después traeré algunas botellas de Jerez y Oporto que el notario guardaba para las
grandes ocasiones.
El Corsario agradeció, se sentó a la mesa, pero le hizo muy poco honor a la comida.
Estaba silencioso y triste, como siempre le vieron los filibusteros.
Por su parte, Carmaux no sólo se comió todo, sino que se bebió un par de botellas ante
la desesperación del notario.
El Corsario volvió a la ventana. Media hora después, Carmaux lo vio entrar
precipitadamente.
—¿Es de confianza el negro?
—¡Comandante! ¡Es un hombre fiel!
—¡Está rondando la calleja!
—Lo iré á buscar, comandante. Déme diez minutos.
El Corsario se encontraba muy inquieto cuando entraron Carmaux vestido de notario,
el negro y Wan Stiller.
Rápidamente, Carmaux, que ya conocía lo sucedido, le relató al Corsario que el
bosque estaba plagado de soldados, que el negro había dejado el cadáver en su choza y que,
tras soltar a las serpientes, había regresado con Wan Stiller.
—La situación es grave, capitán —dijo Wan Stiller—, no creo que podamos volver a
bordo de El Rayo.
El Corsario se paseaba de un punto a otro de la habitación, tratando de resolver el
aprieto, pero no tuvo tiempo de seguir pensando: un sonoro golpe dado en la calle vibró en la
escalera.
—¡Relámpagos! —exclamó Carmaux—. Alguien viene a buscar al notario.
—Algún cliente que quizás me haría ganar buen dinero —balbuceó el viejo.
—¡Cállate, charlatán!
—¡Carmaux! —dijo el Corsario, que había tomado una resolución—. Abre la puerta.
Atas al importuno y lo traes para que le haga compañía al notario.
Al oír un tercer golpe que casi astilló la puerta, Carmaux bajó para abrirla. Un
jovencito de dieciocho años, vestido señorialmente y con un elegante puñal, entró
apresuradamente.
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