—¡Gracias, compadre! —gritó Carmaux—. ¡Qué granizada!
—¡Huyamos! —dijo el Corsario—. ¡Aquí ya no hay nada que hacer!
Iban a emprender la marcha, pero una patrulla se acercaba al lugar. Carmaux cedió su
espada al Corsario y recogió una navaja vizcaína. Echaron a correr sigilosamente, precedidos
por Moko; pero, a los pocos pasos, oyeron el andar cadencioso de otra patrulla.
—Vamos a vender caras nuestras vidas —susurró el Corsario—. Moko, tú llevarás a
bordo el cadáver de mi hermano. Ponte a salvo con Wan Stiller.
—¡Volveré con refuerzos, señor!
—El negro salió corriendo. Pero como la calle estaba ocupada por ambas patrullas, se
ocultó en un jardín.
Los ocho alabarderos de una de las patrullas disminuyeron su marcha.
—¡Despacio, muchachos! —dijo uno de ellos—. ¡Esos bribones deben andar cerca!