Test Drive | Page 17

—¡Malditos! —exclamó con horror el Corsario—. ¡Esto es lo último del desprecio! El negro trepó a la horca, descolgó el cadáver y lo envolvió en la negra capa del Corsario. —¡Adiós, valientes y desgraciados compañeros! ¡Los filibusteros vengarán sus muertes! —se despidió Carmaux. —¡Entre Wan Guld y yo está la muerte! —sentenció el Corsario. Rápidamente se alejaron del lugar. Habían caminado tres o cuatro callejas desiertas, cuando Carmaux creyó ver sombras ocultas tras unas arcadas. —¡Son los cinco vizcaínos! —dijo Carmaux—. Veo relucir sus navajas en los cinturones. —¡Tú te encargas de los dos de la izquierda y yo de los tres de la derecha! —ordenó el Corsario—. Moko, tú, lleva el cadáver hasta el bosque. Los vizcaínos avanzaban con sus navajas abiertas y las capas enrolladas en el brazo izquierdo. —¿Qué es lo que quieren? —los frenó Carmaux. —Satisfacer una curiosidad: saber quién es usted —dijo uno. —¡Un hombre que mata a quien le incomoda! —contestó con fiereza el Corsario, y avanzó con la espada desnuda. Los cinco vizcaínos esperaban la acometida de ambos filibusteros. Debían ser cinco valientes, para quienes los golpes más peligrosos no parecían serles desconocidos; el jabeque, que produce una afrentosa herida sobre el rostro, o el desjarretazo, que se da por detrás, bajo la última costilla, y que secciona la columna vertebral. Los filibusteros atacaron con prudencia al percatarse de la peligrosidad de sus adversarios. Los siete hombres luchaban con furor, pero sin lanzar un grito, atentos todos a parar y tirar tajos y estocadas. De pronto, el Corsario, al ver que un vizcaíno perdía pie, se lanzó a fondo y le tocó en el pecho. El hombre cayó sin un gemido. Los vizcaínos no se atemorizaron y arremetieron buscando dar un desjarretazo. El Corsario respondía con viveza cuando su espada se embotó en el sarape de su adversario y saltó quebrada por la mitad. —¡A mí, Carmaux! —gritó con rabia. Carmaux no podía deshacerse de sus atacantes. El Corsario amartilló precipitadamente una pistola que llevaba al cinto. Entonces, desde la oscuridad, una sombra gigantesca cayó sobre los cuatro vizcaínos, descargando sobre ellos una lluvia de garrotazos, que los tiró por tierra con las cabezas rotas y las costillas hundidas: era Moko. Página 17