—¡Nada que a usted le importe! —repuso Carmaux.
—¡Por todos los infiernos! —gritó el hombre, enrojeciendo! ¿No hay nadie que pueda
enviar al señor de Gamara al otro mundo para hacerle compañía al perro del Corsario Rojo?
—¡Tú eres el perro, y tu alma la que acompañará a los ahorcados! —respondió el
Corsario, sacando su espada.
—¡Un momento, caballero! ¡Cuando se cruza el hierro, se tiene derecho a saber cuál
es el adversario!
—¡Soy más noble que tú!
—Es el nombre lo que quiero.
El Corsario se le acercó y le murmuró al oído algunas palabras. El aventurero lanzó un
grito de asombro, mientras el Corsario le atacaba vivamente, obligándole a defenderse. Los
bebedores abrieron un amplio círculo para los contendientes. Pero el señor de Gamara no era
un espadachín cualquiera: alto, robusto y de pulso firme, podía oponer larga resistencia. El
Corsario manejaba su espada con velocidad abismante, saltaba como un jaguar y la cólera le
brillaba en los ojos. Pronto, el aventurero se encontró atrapado por un muro, palideció, y la
transpiración invadió su frente:
—¡Basta! —gritó.
—¡No! ¡Mi secreto debe morir contigo!
—¡Socorro!¡Es el Cor...!
No pudo concluir: la espada del Corsario le atravesó el pecho, clavándole en la pared.
Un chorro de sangre salió de sus labios, y cayó al suelo, quebrando el acero que lo sostenía al
muro.
—¡Ése sé ha ido! —dijo Carmaux, burlón.
El Corsario tomó la espada del vencido, cogió el sombrero; tiró un doblón de oro
sobre la mesa y salió con sus acompañantes sin que nadie osara detenerlos.
Cuando llegaron a la plaza, reinaba un profundo silencio, interrumpido únicamente
por los pájaros que vigilaban las horcas.
Esta vez fue Moko quien inició las acciones. Astuto como sus serpientes, se deslizó en
las sombras para eliminar a dos centinelas del palacio del gobernador.
El Corsario, oculto tras un tronco de palmera, le observaba admirado enfrentarse casi
inerme a un hombre bien armado.
—¡El compadre tiene hígados! —dijo Carmaux.
Pronto el negro fue a reunírseles y los tres llegaron al centro de la plaza. En medio de
los hombres descalzos que colgaban, había un ajusticiado que vestía de rojo y al que habían
colocado entre los labios un pedazo de cigarro
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