—¡Que me trague un tiburón si no es éste el vizcaíno Carmaux! —gritó el hombre de
la lámpara—. Y ese otro ¿no es el hamburgués Wan Stiller? ¡Los creíamos muertos!
—La muerte no nos quiso.
—¿Y el jefe?
—¡Bandada de cuervos! ¿Han concluido de graznar? —gritó la voz metálica que
amenazara a los hombres de la canoa.
—¡El Corsario Negro! —barbotó Wan Stiller.
—¡Aquí estamos, comandante! —respondió Carmaux.
Un hombre descendió desde el puente de mando. Vestía completamente de negro, con
una elegancia poco frecuente entre los filibusteros del Golfo de México. Llevaba una rica
casaca de seda negra con encajes oscuros y vueltas de piel, calzones en el mismo tono negro e
idéntica tela; calzaba botas largas y cubría su cabeza con un chambergo de fieltro, sobre el
cual había una gran pluma que le caía hacia la espalda.
Tal como en su vestimenta, en el aspecto del hombre había algo fúnebre. Su rostro era
pálido, marmóreo. Sus cabellos tenían una extraña negrura y llevaba barba cortada en
horquilla, como la de los nazarenos. Sus facciones eran hermosas y de gran regularidad; sus
ojos, de perfecto diseño y negros como carbunclos, se animaban de una luz que muchas veces
había asustado a los más intrépidos filibusteros de todo el Golfo.
—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen? —preguntó el Corsario, frente a ellos,
con la diestra en la culata de la pistola.
—Somos filibusteros de las Tortugas; dos hermanos de la costa, y venimos de
Maracaibo —contestó Carmaux.
—¿Han escapado de los españoles?
—¡Sí, comandante!
—¿A qué barco pertenecían?
—Al del Corsario Rojo.
Al oír estas palabras, el Corsario se estremeció. Agarró bruscamente a Carmaux por
un brazo, y lo condujo casi a la fuerza hacia popa, gritando:
—¡Señor Morgan! Usted dará la alarma si algo sucede. ¡Todos a las armas!
El corsario descendió hasta u na pequeña cámara, elegante e iluminada, y le indicó a
Carmaux que hablara. Pero el marinero de la canoa no pudo despegar los labios.
—Lo han matado, ¿verdad?
—Sí, comandante. Tal como mataron al otro hermano, el Corsario Verde.
Un grito ronco, salvaje y desgarrador, salió de la garganta del comandante.
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