lugares fangosos. Sin embargo, sostenían pesadas pistolas, de aquellas que se usaban en los
últimos años del siglo XVI.
Ambos hombres, a quienes cualquiera habría tomado por fugitivos escapados de algún
presidio del Golfo de México, si en aquel tiempo hubieran existido tales establecimientos, al
ver la gran sombra sobre ellos cambiaron entre sí inquietas palabras.
—Carmaux, mira bien —dijo el que parecía más joven—; tú tienes mejor vista que yo.
—Veo un gran barco, a unos tres tiros de pistola. Pero no sabría decir si vienen de las
Tortugas o de las colonias españolas.
—Sean quienes fueren, nos han visto, Wan Stiller, y no nos dejarán escapar.
La misma voz de antes volvió a resonar en las tinieblas que cubrían las aguas del gran
Golfo:
—¿Quién vive?
—El diablo —murmuró el llamado Wan Stiller.
Su compañero —en cambio, gritó, con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Si tiene tanta curiosidad, acérquese hasta nosotros y se lo diremos a pistoletazos!
La fanfarronada no pareció incomodar a la voz que interrogaba desde la cubierta del
barco:
—¡Avancen, valientes —respondió—, y vengan a abrazar a los hermanos de la costa!
Los hombres de la canoa lanzaron un grito de alegría.
—Que me trague el mar si no es una voz conocida —dijo Carmaux, y añadió—: Sólo
un hombre, entre todos los valientes de las Tortugas, puede atreverse a venir hasta aquí, a
ponerse a tiro de los cañones de los fuertes españoles: el Corsario Negro.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡El mismo!
—¡Y qué triste noticia para ese marino audaz! Otro de sus hermanos colgado en la
infame horca.
—¡Se vengará, Carmaux!
—¡Lo creo, y nosotros estaremos a su lado el día que ahorque a ese condenado
gobernador de Maracaibo!
El magnífico barco del Corsario se había puesto al pairo para esperar la canoa. Pero
sobre su proa, a la luz de un farol, se veían diez o doce hombres armados de fusiles.
—¿Quiénes sois? —preguntó un hombre a los recién llegados, arrojando sobre ellos la
luz de una lámpara.
—¡Por Belcebú, mi patrón! —exclamó Carmaux—. ¿Ya no conoce a los amigos?
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