Test Drive | Page 99

El portugués, cuyo alegre humor no le faltaba nunca, se abandonó a una hilaridad clamorosa, no obstante la peligrosa situación. -¿Quién podrá imaginarse jamás que el terrible Tigre de Malasia haya venido a refugiarse aquí? -dijo-. ¡Por Júpiter, estoy seguro de que la dejaremos limpia! -No hables tan fuerte, amigo -recomendó Sandokán-. Podrían oírnos. -¡Bah! Deben de estar todavía lejos. -No tanto como crees. Antes de entrar en el invernadero he visto dos hombres que exploraban los parterres a pocos centenares de pasos de nosotros. -¿Vendrán a visitar también este lugar? -Estoy seguro de ello. -¡Diablo!... ¿Y si miran también en la estufa? -No nos dejaremos prender tan fácilmente, Yáñez. Tenemos nuestras armas, así que podemos sostener un asedio. -Pero no tenemos ni siquiera un bizcocho, Sandokán. Espero que no te conformarás con comer hollín. Y además, las paredes de nuestra fortaleza no me parecen muy sólidas. Con un buen empujón de hombros se pueden derribar. -Antes que tiren las paredes nos lanzaremos al ataque -dijo Sandokán, que tenía, como siempre, una inmensa confianza en su propia audacia y en su propio valor. -Sin embargo, necesitaríamos procurarnos víveres. -Los encontraremos, Yáñez. He visto plátanos y pombos, que crecen alrededor de este invernadero; saldremos a saquearlos. -¿Cuándo? -¡Calla!... ¡Oigo voces!... -Me das escalofríos. -Prepara la carabina y no temas. ¡Escucha! Se oía hablar a algunas personas fuera y acercarse. Las hojas crujían y las piedrecillas de la senda que conducía al invernadero chirriaban bajo los pies de los soldados. Sandokán apagó la yesca, dijo a Yáñez que no se moviera y a continuación abrió con precaución la portezuela de hierro y miró fuera. El invernadero estaba aún completamente oscuro, pero a través de los cristales se vio brillar alguna antorcha en medio de los plátanos que crecían a lo largo de la senda. Mirando con mayor atención, descubrió cinco o seis soldados, precedidos de dos negros. -¿Se dispondrán a inspeccionar el invernadero? -se preguntó con cierta ansiedad. Volvió a cerrar con precaución la portezuela y se reunió con Yáñez en el momento en que un rayo de luz iluminaba el interior del pequeño edificio. -Vienen -dijo al compañero, que ya casi no se atrevía a respirar-. Hemos de estar dispuestos a todo, incluso a lanzarnos contra esos inoportunos. ¿Has montado la carabina? -Tengo ya el dedo en el gatillo. -Muy bien; desenvaina también el kriss. El grupo entraba entonces en el invernadero, iluminándolo completamente. Sandokán, que se mantenía junto a la portezuela, vio a los soldados mover los tiestos y las sillas, inspeccionando todos los rincones de la estancia. A pesar de su inmenso coraje, no pudo reprimir un estremecimiento. Si los ingleses seguían buscando de aquel modo, era de esperar, de un momento a otro, su poco agradable visita. Sandokán se apresuró a reunirse con Yáñez, el cual se había acurrucado en el fondo, semizambullido en las cenizas y el hollín. Página 99