El portugués, cuyo alegre humor no le faltaba nunca, se abandonó a una hilaridad
clamorosa, no obstante la peligrosa situación.
-¿Quién podrá imaginarse jamás que el terrible Tigre de Malasia haya venido a
refugiarse aquí? -dijo-. ¡Por Júpiter, estoy seguro de que la dejaremos limpia!
-No hables tan fuerte, amigo -recomendó Sandokán-. Podrían oírnos.
-¡Bah! Deben de estar todavía lejos.
-No tanto como crees. Antes de entrar en el invernadero he visto dos hombres que
exploraban los parterres a pocos centenares de pasos de nosotros.
-¿Vendrán a visitar también este lugar?
-Estoy seguro de ello.
-¡Diablo!... ¿Y si miran también en la estufa?
-No nos dejaremos prender tan fácilmente, Yáñez. Tenemos nuestras armas, así que
podemos sostener un asedio.
-Pero no tenemos ni siquiera un bizcocho, Sandokán. Espero que no te conformarás
con comer hollín. Y además, las paredes de nuestra fortaleza no me parecen muy sólidas. Con
un buen empujón de hombros se pueden derribar.
-Antes que tiren las paredes nos lanzaremos al ataque -dijo Sandokán, que tenía, como
siempre, una inmensa confianza en su propia audacia y en su propio valor.
-Sin embargo, necesitaríamos procurarnos víveres.
-Los encontraremos, Yáñez. He visto plátanos y pombos, que crecen alrededor de este
invernadero; saldremos a saquearlos.
-¿Cuándo?
-¡Calla!... ¡Oigo voces!...
-Me das escalofríos.
-Prepara la carabina y no temas. ¡Escucha!
Se oía hablar a algunas personas fuera y acercarse. Las hojas crujían y las piedrecillas
de la senda que conducía al invernadero chirriaban bajo los pies de los soldados.
Sandokán apagó la yesca, dijo a Yáñez que no se moviera y a continuación abrió con
precaución la portezuela de hierro y miró fuera.
El invernadero estaba aún completamente oscuro, pero a través de los cristales se vio
brillar alguna antorcha en medio de los plátanos que crecían a lo largo de la senda.
Mirando con mayor atención, descubrió cinco o seis soldados, precedidos de dos
negros.
-¿Se dispondrán a inspeccionar el invernadero? -se preguntó con cierta ansiedad.
Volvió a cerrar con precaución la portezuela y se reunió con Yáñez en el momento en
que un rayo de luz iluminaba el interior del pequeño edificio.
-Vienen -dijo al compañero, que ya casi no se atrevía a respirar-. Hemos de estar
dispuestos a todo, incluso a lanzarnos contra esos inoportunos. ¿Has montado la carabina?
-Tengo ya el dedo en el gatillo.
-Muy bien; desenvaina también el kriss.
El grupo entraba entonces en el invernadero, iluminándolo completamente. Sandokán,
que se mantenía junto a la portezuela, vio a los soldados mover los tiestos y las sillas,
inspeccionando todos los rincones de la estancia. A pesar de su inmenso coraje, no pudo
reprimir un estremecimiento.
Si los ingleses seguían buscando de aquel modo, era de esperar, de un momento a otro,
su poco agradable visita.
Sandokán se apresuró a reunirse con Yáñez, el cual se había acurrucado en el fondo,
semizambullido en las cenizas y el hollín.
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