-No te muevas -le susurró-. Quizá no nos descubran.
-¡Calla! -dijo Yáñez-. ¡Escucha!
-Una voz decía:
-¿Habrá podido alzar el vuelo ese condenado pirata?
-¿O se habrá hundido bajo la tierra? -sugirió otro soldado.
-¡Oh! Ese hombre es capaz de todo, amigos míos -dijo un tercero-. ¡Os digo que ese
sacripante' no es un hombre como nosotros, sino un hijo del compadre Belcebú!
-Yo también soy de ese parecer, -prosiguió la primera voz con cierto estremecimiento,
que indicaba que su propietario tenía encima una buena dosis de miedo-. No he visto más que
una vez a ese hombre tremendo y me ha bastado. No era un hombre, sino un verdadero tigre,
y os digo que tuvo el corazón de arrojarse contra cincuenta hombres sin que una bala pudiese
alcanzarlo.
-Me das miedo, Bob -dijo otro soldado.
-¿Y quién no tendría miedo? -prosiguió el que se llamaba Bob-. Yo creo que ni
siquiera lord Guillonk se sentiría con ánimo para enfrentarse con ese hijo del infierno.
-De cualquier modo, nosotros intentaremos prenderlo; es imposible que ahora se nos
escape. El jardín está todo rodeado y, si quiere escalar la cerca, dejará allí los huesos.
Apostaría dos meses de mi paga contra dos penny44 a que lo capturaremos.
-Los espíritus no se prenden.
-Tú estás loco, Bob, para creerlo un ser infernal. ¿Acaso los marineros del crucero que
derrotaron a los dos praos en la desembocadura del río no le metieron una bala en el pecho?
Lord Guillonk, que tuvo la desventura de curar su herida, ha asegurado que el Tigre es un
hombre como nosotros y que de su cuerpo sale sangre igual que del nuestro. ¿Y tú admites
que los espíritus tengan sangre?
-No.
-Pues entonces ese pirata no es más que un bribón, muy audaz, muy valiente, pero
siempre un bellaco digno de la horca.
-Canalla -murmuró Sandokán-. ¡Si no me encontrara aquí dentro, te enseñaría quién
soy yo!
-Vamos -prosiguió la voz de antes-..Sigamos buscándolo o perderemos las mil libras
que lord James Guillonk nos ha prometido.
-Aquí no está. Vamos a buscarlo a otra parte.
-Despacio, Bob. Allí veo una estufa monumental, capaz de servir de refugio a varias
personas. Prepara la carabina y vamos a ver.
-¿Quieres burlarte de nosotros, camarada? -dijo un soldado-. ¿Quién crees que va a
esconderse ahí dentro? Ahí no cabrían ni los pigmeos del rey de Abisinia.
-Vamos a inspeccionarla, os digo.
Sandokán y Yáñez se retiraron cuanto pudieron al extremo opuesto de la estufa y se
tendieron entre las cenizas y el hollín, para escapar mejor a las miradas de aquellos curiosos.
Un instante después se abría la portezuela y un rayo de luz se proyectaba en el interior,
insuficiente sin embargo para iluminar toda la estufa.
Un soldado introdujo la cabeza, pero enseguida la retiró estornudando sonoramente.
Un puñado de hollín, que le había lanzado Sandokán a la cara, le había puesto más negro que
un deshollinador y casi le había cegado.
-¡Al diablo el que tuvo la idea de hacerme meter las narices dentro de este depósito de
tizne! -exclamó el inglés.
-Era una idea ridícula -exclamó otro soldado-. Aquí estamos perdiendo un tiempo
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Penique. (En inglés en el original.)
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