Apenas había tocado tierra, hundiéndose en medio de un parterre, cuando ya se había
puesto en pie con el kriss en la mano, dispuesto a defenderse.
Afortunadamente el portugués estaba allí. Saltó a su lado y, agarrándolo por los
hombros, lo empujó bruscamente hacia un grupo de árboles diciéndole:
-¡Pero huye, desgraciado! ¿Es que quieres dejarte fusilar?
-¡Déjame, Yáñez! -dijo el pirata, poseído de una viva exaltación-. ¡Asaltemos la
quinta!
Tres o cuatro soldados aparecieron en una ventana, apuntándoles con los fusiles.
-¡Sálvate, Sandokán! -se oyó gritar a Marianna.
El pirata dio un salto de diez pasos, saludado por una descarga de fusiles, y una bala le
atravesó el turbante. Se volvió, rugiendo como una fiera, y descargó su carabina contra la
ventana, rompiendo los cristales e hiriendo en la frente a un soldado.
-¡Ven! -gritó Yáñez, arrastrándolo fuera de la casa-. Ven, testarudo imprudente.
La puerta de la casa se abrió, y diez soldados, seguidos de otros tantos indígenas
empuñando antorchas, se lanzaron a campo abierto.
El portugués hizo fuego a través del follaje. El sargento que mandaba la pequeña
cuadrilla cayó.
-Mueve las piernas, hermano mío -dijo Yáñez, mientras los soldados se detenían en
torno a su jefe.
-No me decido a dejarla sola -dijo Sandokán, a quien la pasión le perturbaba el
cerebro.
-Te he dicho que huyas. Ven o te llevo yo.
Dos soldados aparecieron a sólo treinta pasos; detrás de ellos venía un grupo
numeroso.
Los dos piratas no dudaron más. Se lanzaron en medio de los matorrales y de los
parterres y se pusieron a correr hacia la cerca, saludados por algunos tiros de fusil disparados
al azar.
-Corre deprisa, hermanito mío -dijo el portugués cargando la carabina, aunque sin
dejar de correr-. Mañana devolveremos a esos miserables los tiros que nos han disparado por
detrás.
-Temo haberlo echado todo a rodar, Yáñez -dijo el pirata con voz triste.
-¿Por qué, amigo mío?
-Ahora que saben que yo estoy aquí, ya no se dejarán sorprender.
-No digo que no, pero, si los praos han llegado, tendremos cien tigres para lanzarlos al
asalto. ¿Quién resistirá semejante carga?
-Tengo miedo del lord.
-¿Qué puede hacer?
-Es un hombre capaz de matar a su sobrina, antes que dejarla caer en mis manos.
-¡Diablo! exclamó Yáñez, rascándose furiosamente la frente-. No había pensado en
eso.
Estaba a punto de pararse para tomar aliento y encontrar una solución a ese problema,
cuando en medio de la profunda oscuridad vio correr unos reflejos rojizos.
-¡Los ingleses! -exclamó-. Han encontrado nuestra pista y nos siguen a través del
jardín. ¡Corre deprisa, Sandokán!
Los dos partieron corriendo, adentrándose cada vez más en el jardín, para alcanzar la
cerca.
Sin embargo, a medida que se alejaban, la marcha se hacía cada vez más difícil.
Árboles grandísimos, lisos y derechos unos, nudosos y retorcidos otros, se erguían por todas
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