Dos lágrimas -dos perlas- cayeron de sus ojos.
¡Lloras! -exclamó Sandokán con amargura-. No llores, amor mío, o me volveré loco y
cometeré cualquier locura. ¡Óyeme, Marianna! Mis hombres no están lejos; hoy son pocos,
pero mañana o pasado mañana serán muchos, y tú sabes qué clase de hombres tengo. A pesar
de que el lord levante barricadas en torno a la quinta, entraremos en ella, aunque tengamos
que incendiarla o derribar sus muros. Yo soy el Tigre, y por ti me siento capaz de pasar a
hierro y fuego no ya a la quinta de tu tío, sino a toda Labuán. ¿Quieres que te rapte esta
noche? No somos más que dos, pero, si quieres, romperemos las rejas que te tienen prisionera,
aunque tengamos que pagar con nuestra vida tu libertad. Habla, habla, Marianna. ¡Mi amor
por ti me vuelve loco y me infunde fuerza suficiente para expugnar yo solo esta quinta!
-¡No, no!... -exclamó ella-. ¡No, mi valiente! Si tú mueres, ¿qué será de mí? ¿Crees
que yo sobreviviría? Tengo confianza en ti, sí, tú me salvarás, pero lo harás cuando hayan
llegado tus hombres, cuando seas fuerte, suficientemente poderoso para aplastar a los que me
tienen prisionera o para romper las rejas que me encierran.
En aquel instante se oyó bajo el emparrado un ligero silbido. Marianna se sobresaltó.
-¿Has oído? -preguntó.
-Sí -respondió Sandokán-. Es Yáñez que se impacienta.
-Quizá ha descubierto un peligro, Sandokán. Quizá en las sombras de la noche se
oculta algo grave para ti, mi valiente amigo. ¡Gran Dios! ¡Ha llegado la hora de la separación!
-¡Marianna!
-¡Si no volviéramos a vernos más...!
-No digas eso, amor mío; yo sabré encontrarte en cualquier parte adonde te lleven.
-Pero entretanto...
-Se trata tan sólo de unas pocas horas, amada mía. Quizá mañana llegarán mis
hombres y destruirán estas murallas.
El silbido del portugués volvió a oírse otra vez. -Vete, mi noble amigo -dijo
Marianna-. Quizá estás corriendo grandes peligros.
-¡Oh, no los temo!
-Vete, Sandokán, te lo ruego, vete antes de que te sorprendan.
-¡Dejarte!... No sé decidirme a abandonarte. ¿Por qué no habré traído a mis hombres
aquí? Habría podido asaltar de improviso esta casa y raptarte.
-¡Huye, Sandokán! He oído pasos en el corredor. -¡Marianna!.. .
En aquel momento se oyó en la habitación un grito feroz.
-¡Miserable! -tronó una voz.
El lord, porque era precisamente él, cogió a Marianna por los hombros, intentando
arrancarla de las rejas, mientras se oía levantar los cerrojos de la puerta de la planta baja.
-¡Huye! -gritó Yáñez.
-¡Huye, Sandokán! -repitió Marianna.
No había un momento que perder. Sandokán, que ya se veía perdido si no huía, de un
salto inmenso atravesó el emparrado, precipitándose en el jardín.
18
Dos piratas en una estufa
Cualquier otro hombre que no hubiera sido malayo sin duda se habría roto las piernas
en aquel salto, pero no ocurrió así con Sandokán, que, además de ser duro como el acero,
poseía una agilidad de cuadrumano.
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