Test Drive | Page 93

Yáñez se había lanzado también. Con mano rápida amordazó al prisionero y le ató las manos y las piernas, diciéndole con voz amenazante: -¡Cuidado, eh!... Si haces el más mínimo gesto, te hundo el kriss en el corazón. Después, volviéndose hacia Sandokán: -Ahora a tu muchacha. ¿Sabes cuáles son sus ventanas? -¡Oh, sí! -exclamó el pirata, que ya estaba mirándolas fijamente-. Ahí están, encima de ese emparrado. ¡Ah, Marianna! ¡Si supieras que estoy aquí!... -Ten paciencia, hermano mío, que si el diablo no mete el rabo de por medio, la verás. De pronto, Sandokán retrocedió, dando un verdadero rugido. -¿Qué pasa? -preguntó Yáñez palideciendo. -¡Han cerrado sus ventanas con rejas! -¡Diablo!... ¡Bah, no importa! Recogió un puñado de piedrecillas y lanzó una de ellas contra los cristales, produciendo un ligero rumor. Los dos piratas esperaron conteniendo la respiración, poseídos de una viva emoción. Ninguna respuesta. Yáñez lanzó otra piedrecilla, luego otra y enseguida la cuarta. De improviso se abrieron los cristales, y Sandokán, a la azulada luz del astro nocturno, descubrió una forma blanca que reconoció enseguida. -¡Marianna! -silbó, alzando los brazos hacia la jovencita, que se había inclinado sobre la reja. Aquel hombre tan enérgico, tan fuerte, vaciló como si hubiera recibido una bala en medio del pecho y permaneció allí, como si estuviera desvariando, con los ojos muy abiertos, pálido y tembloroso. Un ligero grito se desbordó del pecho de la joven, que había reconocido enseguida al pirata. -Ánimo, Sandokán -dijo Yáñez, saludando galantemente a la jovencita-. Sube a la ventana, pero despacha pronto, porque aquí no sopla buen viento para nosotros. Sandokán se lanzó hacia la casa, trepó por el emparrado y se agarró a las rejas de la ventana. -¡Tú, tú!... -exclamó la jovencita loca de alegría-. ¡Gran Dios! -¡Marianna! ¡Oh, mi adorada muchacha! -murmuró con voz ahogada, cubriéndole las manos de besos-. ¡Por fin vuelvo a verte! Eres mía, ¿verdad? ¡Mía, aún mía! -Sí, tuya, Sandokán, en la vida y en la muerte -respondió la vaporosa joven-. ¡Verte otra vez aun después de haberte llorado por muerto! ¡Qué alegría tan grande, amor mío! -¿Entonces creías que me habían matado? -Sí, y he sufrido mucho, inmensamente, creyéndote perdido para siempre. -No, querida Marianna, no muere tan pronto el Tigre de Malasia. He pasado sin ser herido por medio del fuego de tus compatriotas, he atravesado el mar, he llamado a mis hombres y he vuelto aquí a la cabeza de cien tigres, dispuesto a todo por salvarte. -¡Sandokán, Sandokán! -Escucha ahora, Perla de Labuán -prosiguió el pirata-. ¿Está aquí el lord? -Sí, y me tiene prisionera, temiendo tu llegada. -Ya he visto a los soldados. -Sí, y hay muchos soldados que vigilan día y noche en las habitaciones inferiores. Estoy rodeada por todas partes, encerrada entre rejas y bayonetas, en la absoluta imposibilidad de dar un paso abiertamente. Mi valiente amigo, temo que no podré jamás llegar a ser tu mujer, que no podré jamás ser feliz, porque mi tío, que ahora me odia, no consentirá jamás en emparentar con el Tigre de Malasia y hará todo lo posible por alejarnos, por interponer entre los dos la inmensidad del océano y la inmensidad de los continentes. Página 93