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al alejarse de aquel lugar, se dirigió a un paseo lateral y condujo a Yáñez al quiosco. Era un pequeño y hermoso pabelloncito de paredes horadadas, decorado con vivos colores y rematado en una especie de cúpula de metal dorado, erizada de púas y de dragones chillones. A su alrededor se extendía un bosquecillo de lilas y de grandes parterres con rosas de China que exhalaban penetrantes perfumes. Yáñez y Sandokán, después de haber montado las carabinas, ya que no estaban seguros de que estuviera desierto, entraron en él. No había nadie. Yáñez encendió un fósforo y vio encima de una ligerísima mesa un cestillo que contenía encajes e hilo, y al lado un laúd incrustado de madreperlas. -¿Son cosas suyas? -preguntó Yáñez. -Sí -respondió éste con acento de infinita dulzura-. Es su lugar preferido. Aquí esa divina muchacha viene a respirar el aire embalsamado de las lilas en flor, aquí viene a cantar las dulces canciones de su país nativo, y aquí me juró amor eterno. Yáñez sacó de un librito una cuartilla de papel, rebuscó en un bolsillo y, habiendo encontrado un trozo de lápiz, mientras Sandokán encendía otro fósforo, escribió las siguientes palabras: Desembarcamos ayer durante el huracán. Mañana por la noche estaremos a medianoche bajo vuestra ventana. Procuraos una soga para ayudar a subir a Sandokán. -Espero que mi nombre no le resultará desconocido -dijo. -¡Oh, no! -respondió Sandokán-. Ella sabe que eres mi mejor amigo. Yáñez dobló la carta y la puso en el cestillo de labor, de modo que se pudiese ver enseguida, mientras Sandokán, habiendo arrancado unas rosas de China, se las echaba encima. Los dos piratas se miraron al rostro el uno al otro a la pálida luz de un relámpago; el uno estaba sereno; el otro, presa de una gran emoción. -Vamos, Sandokán -dijo Yáñez. -Te sigo -respondió el Tigre de Malasia, reprimiendo un suspiro. Cinco minutos después saltaban la empalizada del jardín, volviendo a internarse en la selva tenebrosa. 17 La cita nocturna La noche era tempestuosa, pues aún no se había calmado el huracán. El viento rugía y ululaba en mil tonos diferente entre los boscajes, retorciendo las ramas de las planta y haciendo revolotear por el aire masas de follaje, de blando y tumbando los árboles jóvenes y sacudiendo poderosamente los añosos. De cuando en cuando, relámpagos deslumbrantes rompían las espesas tinieblas y los rayos caían abatiendo e incendiando las más alta plantas de la selva. Era una verdadera noche de infierno, una- noch propicia para intentar un audaz golpe de mano en 1; quinta. Desgraciadamente los hombres de los praos no estaban allí para ayudar a Sandokán en la temeraria empresa. A pesar de que el huracán se recrudecía, los dos piratas no se paraban. Guiados por la luz de los relámpagos, intentaban llegar al río para ver si algún prao había podido refugiarse en la pequeña bahía. Sin preocuparse de la lluvia que caía a torrentes, pero guardándose bien de dejarse Página 89