Test Drive | Page 87

Parecía que el huracán había azotado tremendamente aquella parte de la isla. Numerosos árboles, abatidos por el viento o por los rayos, yacían en el suelo; algunos se hallaban todavía semisuspendidos, habiendo sido sostenidos por las lianas; otros estaban enteramente tendidos en el suelo. Además había por todas partes matorrales destrozados y retorcidos, montones de hojas y de frutas, ramas despedazadas, en medio de las cuales aullaban varios monos que habían quedado heridos. A pesar de los numerosos obstáculos, Sandokán no se detenía. Continuó andando hasta que se puso el sol, sin vacilar jamás sobre el camino que seguir. Caía la noche y ya Sandokán desesperaba de encontrar el río, cuando llegó de improviso ante un largo sendero. -¿Qué has visto? -le preguntó el portugués al verlo pararse. -Estamos junto a la quinta -respondió Sandokán con voz ahogada-. Este sendero conduce al jardín. -¡Por Baco! Qué buena suerte, hermano mío. Ve delante, pero cuidado con hacer locuras. Sandokán no esperó a que terminara la frase. Montó la carabina para no ser sorprendido desarmado, y se lanzó por el sendero con tanta prisa que el portugués se veía mal para seguirlo de cerca. -¡Marianna! ¡Divina muchacha!... ¡Amor mío!...-exclamaba, devorando el camino con creciente rapidez-. ¡No tengas miedo, ahora que estoy cerca de ti! En aquel momento el pirata habría derribado a un ejército entero por alcanzar la quinta. Ya no tenía miedo de nadie, la misma muerte no lo habría hecho retroceder. Jadeaba, se sentía invadido por un fuego intenso que le ardía en el corazón y en el cerebro, agitado por mil temores. Temía llegar demasiado tarde, no volver a encontrar a la mujer tan intensamente amada, y cada vez corría más, olvidando toda prudencia, quebrando y arrancando las ramas de los matorrales, desgarrando impetuosamente las lianas, superando con saltos de león los mil obstáculos que le dificultaban el camino. -¡Eh, Sandokán, loco endemoniado! -decía Yáñez, que trotaba como un caballo-. ¡Espera un poco a que te alcance! ¡Deténte, por mil espingardas, o me harás reventar! -¡A la quinta!... ¡A la quinta!... -respondía invariablemente el pirata. No se paró hasta que estuvo delante de la empalizada del jardín, más por esperar a su compañero que por prudencia o cansancio. -¡Uf! --exclamó el portugués, al llegar hasta él-. ¿Crees que soy un caballo para hacerme correr así? La quinta no se-escapa, te lo aseguro, y además no sabes quién puede esconderse detrás de esa cerca. -No tengo miedo de los ingleses -respondió el Tigre, presa de una viva excitación. -Lo sé, pero, si dejas que te maten, no volverás a ver a tu Marianna. -Pero yo no puedo quedarme aquí, tengo que ver a la lady. -Calma, hermanito mío. Obedece y verás cómo podrás ver algo. Le hizo una señal para que se estuviera callado, y se encaramó a la cerca con la agilidad de un gato, mirando atentamente al jardín. -Me parece que no hay ningún centinela --dijo-. Entremos, pues. Se dejó caer del otro lado, mientras Sandokán hacía otro tanto y los dos juntos se adentraron silenciosamente en el jardín, manteniéndose escondidos detrás de los matorrales y de los parterres, con los ojos fijos en el edificio, que se distinguía confusamente entre las densas tinieblas. Habían llegado así a un tiro de arcabuz, cuando Sandokán se detuvo de golpe, Página 87