cadenas alrededor de mi corazón ni visiones ante los ojos. Me batí como un desesperado,
arrastrando a mis hombres al abordaje, con salvaje furor, pero me aplastaron. ¡El maldito que
nos cubría de hierro y plomo estaba allí! ¡Me parece estar viéndolo todavía, como en aquella
tremenda noche en que lo ataqué a la cabeza de mis pocos valientes!... ¡Qué momento tan
terrible, Yáñez, qué estrago! Todos cayeron, todos menos uno: ¡yo!
-¿Deploras aquella derrota, Sandokán?
-No lo sé. Sin aquella bala que me hirió, quizá no hubiera conocido a la muchacha de
los cabellos de oro.
Calló y descendió hacia la playa, dirigiendo sus miradas bajo las azules aguas de la
bahía; luego se detuvo con los brazos extendidos, señalando a Yáñez el lugar donde había
sucedido el tremendo abordaje.
-Los praos reposan allá -dijo--. Quién sabe los muertos que habrá todavía dentro de
sus cascos.
Se sentó sobre el tronco de un árbol, caído quizá de puro viejo, se cogió la cabeza
entre las manos y se sumió en profundos pensamientos.
Yáñez lo dejó absorto en sus meditaciones y se aventuró entre los arrecifes,
rebuscando en las grietas con un bastón acabado en punta, por ver si conseguía descubrir
alguna ostra gigante.
Después de haber andad