-Pero esta noche nadie me detendrá.
Luego añadió, con la entonación de una persona que quisiera expresar la eternidad:
-¡Doce horas todavía!... ¡Qué tortura!
-En la selva el tiempo pasa pronto, Sandokán -respondió Yáñez, sonriendo.
-Vamos.
-Estoy dispuesto a seguirte.
Se echaron las carabinas a la espalda, se metieron las municiones en los bolsillos y se
adentraron en la enorme selva, intentando, sin embargo, no alejarse demasiado de la playa.
-Evitaremos los profundos recodos y ensenadas que describe la costa -dijo Sandokán-.
El camino quizá sea menos fácil, pero más corto.
-Ten cuidado, no vayas a equivocarte. -¡No temas, Yáñez!
La selva no presentaba más que raros pasadizos, pero Sandokán era un verdadero
hombre de los bosques, que sabía arrastrarse como una serpiente y orientarse incluso sin sol y
sin estrellas. Se dirigía hacia el sur, manteniéndose a poca distancia de la costa, para buscar
ante todo el río en que se había escondido en la expedición anterior. Desde aquel punto no era
difícil alcanzar la quinta, que el pirata sabía que se hallaba quizá a un par de kilómetros. Sin
embargo, el camino, a medida que avanzaban hacia el sur, iba haciéndose cada vez más difícil
a causa de los estragos que había hecho el huracán. Numerosos árboles, abatidos por el viento,
obstaculizaban el paso, obligando a los dos piratas a hacer arriesgadas escaladas y a dar largas
vueltas. Inmensos montones de ramas dificultaban su camino y marañas de lianas se
enredaban en sus piernas, retardando la marcha.
No obstante, trabajando con el kriss, subiendo y bajando, saltando y escalando árboles
y troncos caídos por tierra, avanzaban sin tregua, intentando siempre no alejarse demasiado de
la costa.
Hacia el mediodía, Sandokán se detuvo, diciendo al portugués:
-Estamos cerca.
-¿Del río o de la quinta?
-De la corriente de agua -respondió Sandokán-.
¿No oyes ese borboteo que repercute bajo estas frondosas bóvedas de verdura?
-Sí -dijo Yáñez, después de haber escuchado un instante-. ¿Es el mismo río que
buscamos?
-No puedo engañarme. He recorrido estos lugares.
-Sigamos adelante.
Atravesaron lentamente el último borde de la enorme selva y diez minutos después se
encontraron ante una pequeña corriente de agua, que desembocaba en una hermosa bahía,
rodeada de árboles inmensos.
La casualidad los había conducido al mismo lugar donde habían atracado los praos de
la primera expedición. Todavía se veían allí las vigas abandonadas del segundo, cuando,
rechazado por el tremendo cañoneo del crucero, se había refugiado allí para reparar sus graves
averías. En la orilla había pedazos de vergas, fragmentos de amuras, retazos de tela, cordajes,
balas de cañón, cimitarras, hachas rotas y restos de diversos aparejos.
Sandokán lanzó una sombría mirada sobre aquellos restos que le recordaban su
primera derrota y suspiró pensando en aquellos valientes que habían sido destruidos por el
fuego implacable del crucero.
-Descansan allí, fuera de la bahía, en el fondo del mar -dijo a Yáñez con voz triste-.
¡Pobres muertos, todavía sin venganza!...
-¿Fue aquí donde desembarcaste?
-Sí, aquí, Yáñez. Entonces yo era el invencible Tigre de Malasia, entonces no había
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