Test Drive | Page 84

-¡Pero si tú supieras lo que experimento cuando me encuentro en esta tierra! -exclamó Sandokán con voz ronca. -Me lo imagino, pero no puedo permitirte que cometas locuras que pueden resultarte fatales. ¿Quieres trasladarte a la quinta para cerciorarte de que Marianna está allí todavía?... Iremos, pero después de que haya cesado el huracán. Con esta oscuridad y esta lluvia no podremos orientarnos ni encontrar el río. Mañana, cuando haya salido el sol, nos pondremos en camino. Ahora vamos a buscar un refugio. -¿Y tendré que esperar hasta mañana? -No faltan más que tres horas hasta el alba. ¡Una eternidad!... -Una miseria, Sandokán. Además, en el intervalo el mar puede calmarse, el viento disminuir su violencia, y los praos podrán volver aquí. Venga, vamos a echarnos bajo aquellas arecas de hojas desmesuradas, que nos protegerán mejor que una tienda, y esperemos a que despunte el alba. Sandokán no se decidía a seguir aquel consejo. Miró a su fiel amigo, esperando persuadirlo todavía para marchar; luego cedió y se dejó caer junto al árbol, dando un largo suspiro. La lluvia continuaba cayendo con extrema violencia y el huracán seguía alborotando tremendamente sobre el mar. A través de los árboles, los dos piratas veían amontonarse las olas rabiosamente y estrellarse contra la playa con ímpetu irresistible, rompiéndose y volviéndose a romper. Mirando aquellas olas, que en vez de disminuir iban agigantándose cada vez más, Yáñez no pudo abstenerse de preguntar: -¿Qué será de nuestros praos con esta tempestad?... Sandokán, ¿tú crees que se salvarán? Si llegaran a naufragar, ¿qué sería de nosotros? -Nuestros hombres son unos valientes marineros -respondió Sandokán-. Sabrán salir del atolladero. -¿Y si naufragasen?... ¿Qué podrías hacer tú sin su ayuda? -¿Qué haría?... Raptaría