-¡Pero si tú supieras lo que experimento cuando me encuentro en esta tierra! -exclamó
Sandokán con voz ronca.
-Me lo imagino, pero no puedo permitirte que cometas locuras que pueden resultarte
fatales. ¿Quieres trasladarte a la quinta para cerciorarte de que Marianna está allí todavía?...
Iremos, pero después de que haya cesado el huracán. Con esta oscuridad y esta lluvia no
podremos orientarnos ni encontrar el río. Mañana, cuando haya salido el sol, nos pondremos
en camino. Ahora vamos a buscar un refugio.
-¿Y tendré que esperar hasta mañana? -No faltan más que tres horas hasta el alba. ¡Una eternidad!...
-Una miseria, Sandokán. Además, en el intervalo el mar puede calmarse, el viento
disminuir su violencia, y los praos podrán volver aquí. Venga, vamos a echarnos bajo aquellas
arecas de hojas desmesuradas, que nos protegerán mejor que una tienda, y esperemos a que
despunte el alba.
Sandokán no se decidía a seguir aquel consejo. Miró a su fiel amigo, esperando
persuadirlo todavía para marchar; luego cedió y se dejó caer junto al árbol, dando un largo
suspiro.
La lluvia continuaba cayendo con extrema violencia y el huracán seguía alborotando
tremendamente sobre el mar. A través de los árboles, los dos piratas veían amontonarse las
olas rabiosamente y estrellarse contra la playa con ímpetu irresistible, rompiéndose y volviéndose a romper.
Mirando aquellas olas, que en vez de disminuir iban agigantándose cada vez más,
Yáñez no pudo abstenerse de preguntar:
-¿Qué será de nuestros praos con esta tempestad?... Sandokán, ¿tú crees que se
salvarán? Si llegaran a naufragar, ¿qué sería de nosotros?
-Nuestros hombres son unos valientes marineros -respondió Sandokán-. Sabrán salir
del atolladero.
-¿Y si naufragasen?... ¿Qué podrías hacer tú sin su ayuda?
-¿Qué haría?... Raptaría