en ella. Casi en el mismo instante el prao dio una bordada y, aprovechando una contra ola,
salía al mar, desapareciendo detrás de uno de los arrecifes.
-Rememos, Yáñez -dijo Sandokán, aferrando un remo-. ¡Desembarcaremos en Labuán
pese a la tempestad!
-¡Por Júpiter! -exclamó el portugués-. ¡Esto es una locura!
-¡Rema!
-¿Y el choque?
¡Chist! ¡Atento a las olas!
La embarcación se bamboleaba espantosamente entre las crestas. Las olas sin embargo
la empujaban hacia la playa, la cual, afortunadamente, descendía con suavidad y estaba libre
de arrecifes.
Levantada por otra ola, recorrió cien metros. Subió una cresta y después se precipitó,
sufriendo como con secuencia un choque violentísimo.
Los dos valientes sintieron que les faltaba el fondo bajo los pies. La quilla se había
hecho pedazos del golpe.
-¡Sandokán! -gritó Yáñez, que veía entrar el agua a través de los desgarrones.
-No abandones...
Su voz fue sofocada por otro tremendo maretazo.
-Por ahora mantener el prao de través al viento -respondió Sandokán-. Ten cuidado de
no meterlo entre los bancos.
-No temáis, Tigre de Malasia.
Se volvió hacia los marineros y les dijo:
-Preparad la chalupa e izadla sobre la amura. Cuando la ola barra el borde, dejadla
caer.
¿Qué intenciones tenía el Tigre de Malasia? ¿Quería intentar el desembarco en aquella
chalupa, miserable juguete de aquellas olas tremendas? Sus hombres, al oír aquella orden, se
miraron unos a otros con viva ansiedad, pero se apresuraron a obedecer sin pedir explicaciones.
Alzaron a fuerza de brazos la chalupa y la izaron sobre la amura de estribor, después
de haber metido, por orden de Sandokán, dos carabinas, víveres y municiones.
El Tigre de Malasia se acercó a Yáñez, diciéndole: -Salta a la chalupa, hermano mío. ¿Qué vas a intentar, Sandokán?
-Quiero desembarcar.
-Vamos a estrellarnos contra la playa. -¡Bah!... Salta, Yáñez.
-Tú estás loco...
En vez de responder, Sandokán lo agarró y lo depositó en la chalupa,