-¡Labuán!... ¡Labuán!... -exclamó-. Dejadme la caña.
Volvió a atravesar el puente a pesar de las olas que lo barrían, y se puso al timón,
lanzando el prao en dirección al este.
Sin embargo, mientras se aproximaba a la costa, parecía que el mar redoblaba su furor,
como si quisiera impedir a toda costa el desembarco. Olas monstruosas, producidas por el
llamado oleaje de fondo, saltaban en todas las direcciones mientras el viento redoblaba su
violencia, rompiéndose contra las elevaciones de la isla.
Sandokán, sin embargo, no cedía y con los ojos fijos hacia el este continuaba impávido
su camino, valiéndose de las luces de los relámpagos para orientarse. Bien pronto se encontró
a pocas brazas de la costa.
-Prudencia, Sandokán -dijo Yáñez, que se había puesto a su lado.
-No temas, hermano.
-Ten cuidado con los arrecifes.
-Los evitaré.
-¿Pero dónde encontrarás un abrigo?
-Ya lo veré.
A dos cables40 se dibujaba confusamente la costa, contra la que se rompía con
indecible furia el mar. Sandokán la examinó durante unos segundos, y luego con un vigoroso
movimiento de timón dobló a babor.
-¡Atención! -gritó a los piratas que estaban maniobrando las vergas.
Lanzó el prao hacia adelante con una temeridad que hubiera hecho erizar los cabellos
al más intrépido lobo de mar, atravesó un estrecho paso abierto entre dos grandes acantilados
y entró en una pequeña pero profunda bahía, que parecía terminar en un río. Sin embargo, era
tan violenta la resaca dentro de aquel refugio, que ponía al prao en un gravísimo peligro. Era
mejor desafiar la ira del mar abierto que intentar arribar a aquellas orillas barridas por las olas,
que se revolvían y amontonaban.
-No se puede intentar nada, Sandokán -dijo Yáñez-. Si se nos ocurre acercarnos,
haremos astillas nuestro barco.
-Tú eres un hábil nadador, ¿verdad? -preguntó Sandokán.
-Como nuestros malayos.
-No tienes miedo de las olas.
-No las temo.
-Entonces arribaremos igualmente.
-¿Qué vas a intentar?
En vez de responder, Sandokán gritó:
-¡Paranoa!... ¡A la barra!...
El dayako se lanzó hacia popa, tomando la caña que Sandokán abandonaba.
-¿Qué debo hacer? -le preguntó.
-Arriesgáis la vida.
¡Calla! ¡Estad atentos para lanzar la chalupa! ¡Ahí está la ola!
La gran ola se aproximaba con la cresta cubierta de espuma blanca. Se despedazó a
medio camino ante los dos acantilados, y luego entró en la bahía precipitándose sobre el Arao.
En un abrir y cerrar de ojos estuvo sobre él envolviéndolo en un torbellino de espuma y
saltando a través de las amuras.
-¡Dejadla caer! -aulló Sandokán.
La chalupa, abandonada a sí misma, fue llevada junto con los dos valientes que iban
40
Medida de longitud equivalente a 120 brazas. La braza tiene 1,6718 metros. Estaban, pues, a unos 400 metros
de la costa
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