-No retrocedo, Yáñez.
-Ponte en guardia, hermano.
En aquel momento un relámpago deslumbrante desgarró las tinieblas iluminando el
mar hasta los límites más lejanos del horizonte, seguido súbitamente de un trueno espantoso.
Sandokán, que se había sentado, se alzó de un salto, mirando fieramente las nubes, y,
extendiendo la mano hacia el sur, dijo:
-¡Huracán, ven a luchar conmigo: te desafío!
Atravesó el puente y se puso a la caña del timón, mientras sus marineros aseguraban
los cañones y las espingardas, armas que no querían perder por ningún concepto, echaban en
cubierta la chalupa de desembarco y reforzaban las jarcias fijas triplicando los cabos.
Ya estaban llegando del sur las primeras ráfagas, con esa rapidez que suelen alcanzar
los vientos durante las tempestades, empujando ante sí las primeras montañas de agua.
El prao, con el velamen reducido, empezó a navegar hacia el oriente con la rapidez de
una flecha, haciendo frente con bravura a los elementos y sin desviarse una sola línea de su
ruta,
bajo
la
férrea
mano
de
Sandokán.
Durante media hora hubo un poco de calma, rota sólo por los rugidos del mar y por los
estruendos de las descargas eléctricas que crecían en intensidad a cada instante; pero hacia las
once el huracán se desencadenó casi de improviso en toda su terrible majestad, revolviendo de
arriba abajo cielo y mar.
Las nubes, amontonadas ya desde el día anterior, corrían furiosamente a través del
espacio, unas veces suspendidas en lo alto y otras lanzándose tan bajas que tocaban las olas
con sus negros bordes, mientras el mar se precipitaba con extraño ímpetu hacia el norte, como
si fuera una inmensa inundación.
El prao, auténtica cáscara de nuez que desafiaba la naturaleza irritada, sofocado por
oleadas que lo asaltaban por doquier, se balanceaba desordenadamente, unas veces sobre las
crestas espumosas de las olas y otras en el fondo de los abismos movedizos, arrojando al
suelo a los hombres, haciendo crujir los palos, sacudir los masteleros y crepitar las velas con
tanta fuerza que parecían estar siempre a punto de reventar.
No obstante, Sandokán, a pesar de aquella furiosa confusión de agua, no cedía y
guiaba su barco hacia Labuán, desafiando impávido la tempestad. Era hermoso ver a aquel
hombre, firme junto a la caña del timón, con los ojos en llamas, los largos cabellos sueltos al
viento, inamovible en medio de los elementos desencadenados que rugían a su alrededor;
seguía siendo el Tigre de Malasia que, no contento con haber desafiado a los hombres,
desafiaba ahora a los furores de la naturaleza.
Sus hombres no eran menos que él. Agarrados a las jarcias, miraban impasibles los
embates del mar, dispuestos a ejecutar la más peligrosa maniobra, así les costara a todos la
vida.
Y entretanto el huracán seguía creciendo en intensidad, como si quisiera desplegar
todo su poder para hacer frente a aquel hombre que lo desafiaba. El mar se alzaba en
montañas de agua que corrían al ataque con mil alaridos, mil rugidos tremendos,
amontonándose las unas sobre las otras y excavando profundos abismos, que parecía iban a
llegar hasta las arenas del océano; el viento aullaba en todos los tonos lanzando ante sí verdaderas columnas de agua y revolviendo horriblemente las nubes, dentro de las cuales
retumbaba incesantemente el trueno.
El prao luchaba desesperadamente oponiendo sus robustos flancos a las olas, que
querían arrastrarlo al norte. Derivaba cada vez más espantosamente, se enderezaba como un
caballo desbocado, se zambullía azotando el agua con la proa, gemía como si estuviera a
punto de abrirse en dos, y en ciertos momentos orzaba tanto, que hacía temer que no podría
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