millares de dayakos y de malayos que sólo esperan una llamada para correr a engrosar la
banda de los tigres de Mompracem.
-He pensado en todo eso, Yáñez. -¿Y qué te ha dicho el corazón?
-Lo he sentido sangrar.
-¿Y a pesar de ello dejarías perecer tu poderío por esa mujer?
-La amo, Yáñez. ¡Ah, querría no haber sido nunca el Tigre de Malasia!...
El pirata, que, cosa insólita, estaba extremadamente conmovido, se sentó sobre la
cureña de un cañón, cogiéndose la cabeza entre las manos como si quisiera sofocar los
pensamientos que le alborotaban el cerebro.
Yáñez lo miró largamente en silencio, y luego se puso a pasear por el puente,
sacudiendo a intervalos la cabeza.
Entretanto los tres barcos comenzaban a navegar hacia el oriente, empujados por un
viento ligero y que soplaba irregularmente, haciendo a veces retardar mucho la marcha.
En vano las tripulaciones, que estaban poseídas por una vivísima impaciencia y
calculaban metro a metro el camino recorrido, añadían nuevas velas, foques, pequeñas lonas y
arrastraderas para recoger mayor cantidad de viento. La marcha iba haciéndose cada vez más
lenta a medida que las nubes se alzaban sobre el horizonte. Esta situación, sin embargo, no
podía durar. En efecto, hacia las nueve de la noche, el viento comenzó a soplar con cierta
violencia, viniendo de la dirección donde se habían levantado las nubes, señal evidente de que
alguna tempestad estaba alborotando el océano meridional.
Las tripulaciones saludaron con alegres gritos aquellos soplos vigorosos, sin asustarse
en absoluto por el huracán que las amenazaba y que podía resultar funesto para sus barcos.
Sólo el portugués comenzó a sentirse inquieto y hubiera querido al menos disminuir la superficie de las velas, pero Sandokán no se lo permitió, ansioso como estaba por alcanzar pronto
las riberas de Labuán, que esta vez le parecía inmensamente lejana.
A la mañana siguiente el mar estaba revuelto. Largas oleadas, que subían desde el sur,
recorrían aquel vasto espacio, chocando unas con otras con profundos rugidos, y haciendo
orzar y encabritarse fuertemente a los tres barcos. Luego empezaron a correr por el cielo
desenfrenadamente inmensos nubarrones, negros como la pez y con los bordes teñidos de un
rojo fuego.
Por la noche el viento redobló su violencia, amenazando con despedazar los palos, si
no se disminuía la superficie de las velas.
Cualquier otro navegante, viendo aquel mar y aquel cielo, se hubiera apresurado a
resguardarse en la tierra más próxima, pero Sandokán, que sabía que ya estaba a setenta u
ochenta millas de Labuán y que antes que perder una sola hora hubiera perdido
voluntariamente uno de sus barcos, ni siquiera lo pensó.
-Sandokán -dijo Yáñez, que estaba cada vez más inquieto-. Ten cuidado, no vayamos a
correr un grave peligro.
-¿De que tienes miedo, hermano mío? -preguntó el Tigre.
-Temo que el huracán nos mande a todos a beber en la taza grande.
-Nuestros barcos son sólidos.
-Pero me parece que el huracán amenaza con ser tremendo.
-No le tengo miedo, Yáñez. Sigamos adelante, que Labuán no está lejos. ¿Ves los
otros barcos?
-Me parece distinguir uno de ellos hacia el sur. La oscuridad es tan profunda que no se
ve más allá de cien metros.
-Si los otros nos pierden de vista, sabrán volver a encontrarnos.
-Pero también pueden perderse para siempre, Sandokán.
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