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16 La expedición contra Labuán Los noventa hombres se embarcaron en los praos; Yáñez y Sandokán se aposentaron en el más grande y más sólido, que llevaba doble número de cañones y una media docena de potentes espingardas, y que además estaba protegido por gruesas láminas de hierro. Levaron anclas, orientaron las velas, y la expedición salió de la bahía entre las aclamaciones de las bandas agolpadas en la orilla y sobre los bastiones. El cielo estaba sereno y el mar liso como si fuera de aceite; sin embargo, hacia el sur aparecían algunas nubecillas de un color particular, de una forma extraña y que no presagiaban nada bueno. Sandokán, que además de ser un catalejo excelente era también un buen barómetro, olfateó una próxima perturbación atmosférica; no obstante, no se inquietó. -Si los hombres no son capaces de detenerme, tanto menos lo hará la tempestad. Me siento lo suficientemente fuerte como para desafiar incluso a los furores de la naturaleza -dijo. -¿Temes un violento huracán? -preguntó Yáñez. -Sí, pero no me hará volver atrás. Antes me será favorable, porque podremos desembarcar sin ser molestados por los cruceros. -¿Y qué haremos al llegar a tierra? -No lo sé todavía, pero me siento capaz de todo, tanto de enfrentarme incluso con toda la flota inglesa si intentara cerrarme el camino, como de lanzar a mis hombres contra la quinta para expugnarla. -Si anuncias tu desembarco con alguna batalla, el lord no se quedará entre los bosques, sino que huirá a Victoria con la protección del fuerte y de los navíos. -Es verdad, Yáñez -respondió Sandokán, suspirando-. Y, sin embargo, es preciso que Marianna sea mi esposa, porque siento que sin ella no se apagará jamás el fuego que me devora el corazón. -Razón de más para actuar con la máxima prudencia y poder sorprender al lord. -¡Sorprenderlo! ¿Y crees tú que el lord no está en guardia? El sabe que soy capaz de todo, y habrá reunido en su patio soldados y marineros. -Puede ser, pero recurriremos a la astucia. Quién sabe... Hay algo que está ya dando vueltas por mi cabeza y que puede llegar a madurar. Pero dime, amigo mío, ¿se dejará raptar Marianna? -¡OH, sí! Me lo ha jurado. -¿Y la llevarás a Mompracem? -Sí. -¿Y, después de haberte casado con ella, la tendrás allí para siempre? -No lo sé, Yáñez -dijo Sandokán, emitiendo un profundo suspiro-. ¿Quieres que la destierre a mi salvaje isla para siempre? ¿Quieres que ella viva siempre entre mis cachorros, que no saben más que tirar arcabuzazos, y manejar el kriss y el hacha? ¿Quieres que presente ante sus dulces ojos espectáculos horrendos, sangre y estragos por doquier, que la ensordezca con los gritos de los combatientes y el rugido de los cañones y que la exponga a un peligro continuo? Dime, Yáñez, ¿lo harías tú en mi caso? -Pero piensa, Sandokán, en lo que será de Mompracem sin su Tigre de Malasia. Contigo volvería a brillar, hasta eclipsar a Labuán y a todas las demás islas, y volvería a hacer temblar a los hijos de esos hombres que destruyeron a tu familia y a tu pueblo. Hay aquí Página 77