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La expedición contra Labuán
Los noventa hombres se embarcaron en los praos; Yáñez y Sandokán se aposentaron
en el más grande y más sólido, que llevaba doble número de cañones y una media docena de
potentes espingardas, y que además estaba protegido por gruesas láminas de hierro.
Levaron anclas, orientaron las velas, y la expedición salió de la bahía entre las
aclamaciones de las bandas agolpadas en la orilla y sobre los bastiones.
El cielo estaba sereno y el mar liso como si fuera de aceite; sin embargo, hacia el sur
aparecían algunas nubecillas de un color particular, de una forma extraña y que no
presagiaban nada bueno.
Sandokán, que además de ser un catalejo excelente era también un buen barómetro,
olfateó una próxima perturbación atmosférica; no obstante, no se inquietó.
-Si los hombres no son capaces de detenerme, tanto menos lo hará la tempestad. Me
siento lo suficientemente fuerte como para desafiar incluso a los furores de la naturaleza -dijo.
-¿Temes un violento huracán? -preguntó Yáñez. -Sí, pero no me hará volver atrás.
Antes me será favorable, porque podremos desembarcar sin ser molestados por los cruceros.
-¿Y qué haremos al llegar a tierra?
-No lo sé todavía, pero me siento capaz de todo, tanto de enfrentarme incluso con toda
la flota inglesa si intentara cerrarme el camino, como de lanzar a mis hombres contra la quinta
para expugnarla.
-Si anuncias tu desembarco con alguna batalla, el lord no se quedará entre los bosques,
sino que huirá a Victoria con la protección del fuerte y de los navíos.
-Es verdad, Yáñez -respondió Sandokán, suspirando-. Y, sin embargo, es preciso que
Marianna sea mi esposa, porque siento que sin ella no se apagará jamás el fuego que me
devora el corazón.
-Razón de más para actuar con la máxima prudencia y poder sorprender al lord.
-¡Sorprenderlo! ¿Y crees tú que el lord no está en guardia? El sabe que soy capaz de
todo, y habrá reunido en su patio soldados y marineros.
-Puede ser, pero recurriremos a la astucia. Quién sabe... Hay algo que está ya dando
vueltas por mi cabeza y que puede llegar a madurar. Pero dime, amigo mío, ¿se dejará raptar
Marianna?
-¡OH, sí! Me lo ha jurado.
-¿Y la llevarás a Mompracem?
-Sí.
-¿Y, después de haberte casado con ella, la tendrás allí para siempre?
-No lo sé, Yáñez -dijo Sandokán, emitiendo un profundo suspiro-. ¿Quieres que la
destierre a mi salvaje isla para siempre? ¿Quieres que ella viva siempre entre mis cachorros,
que no saben más que tirar arcabuzazos, y manejar el kriss y el hacha? ¿Quieres que presente
ante sus dulces ojos espectáculos horrendos, sangre y estragos por doquier, que la ensordezca
con los gritos de los combatientes y el rugido de los cañones y que la exponga a un peligro
continuo? Dime, Yáñez, ¿lo harías tú en mi caso?
-Pero piensa, Sandokán, en lo que será de Mompracem sin su Tigre de Malasia.
Contigo volvería a brillar, hasta eclipsar a Labuán y a todas las demás islas, y volvería a hacer
temblar a los hijos de esos hombres que destruyeron a tu familia y a tu pueblo. Hay aquí
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