-Continúa -dijo el portugués al soldado-. Pero procura decir la verdad, porque permanecerás
aquí hasta que volvamos de Labuán. Si mientes, no escaparás a la muerte.
-Es inútil que os engañe -respondió el cabo-. Después del resultado infructuoso de la
persecución, quedamos acampados junto a la quinta, para protegerla contra el posible ataque
de los piratas de Mompracem. Corrían voces poco tranquilizadoras. Se decía que unos
cachorros habían desembarcado y que el Tigre de Malasia estaba escondido en los bosques,
dispuesto a caer sobre la quinta, y raptar a la muchacha. No sé lo que habrá sucedido después.
Sin embargo, tengo que deciros que lord Guillonk tomó las medidas oportunas para retirarse a
Victoria, con la protección de los cruceros y de los fuertes.
-¿Y el baronet Rosenthal?
-Se casará en breve con lady Marianna.
-¿Qué has dicho? -gritó Sandokán, poniéndose en pie.
-Que él va a quitaros a la muchacha.
-¿Quieres engañarme?
-¿Con qué objeto? Os digo que dentro de un mes se efectuará el matrimonio.
-Pero lady Marianna detesta a ese hombre.
-¿Y eso qué le importa a lord Guillonk?
Sandokán lanzó un aullido de fiera herida y se tambaleó, cerrando los ojos. Un espasmo
tremendo había descompuesto su rostro.
Se aproximó al soldado y, sacudiéndolo furiosamente, le dijo con voz silbante:
-No me habrás engañado, ¿verdad?
-Os juro que he dicho la verdad...
-Te quedarás aquí y nosotros iremos a Labuán. Si no has mentido, te daré tu peso en oro.
Después, volviéndose hacia Yáñez, le dijo con voz decidida:
-Vamos.
-Estoy preparado para seguirte -respondió sencillamente el portugués.
-¿Está todo listo?
-No falta más que elegir a los hombres que han de seguirnos.
-Llevaremos con nosotros a los más valientes, porque esta vez se trata de jugar una partida
suprema...
-Sin embargo, hay que dejar aquí fuerzas suficientes para defender nuestro refugio.
-¿Qué temes, Yáñez?
-Los ingleses podrían aprovechar nuestra ausencia para lanzarse sobre nuestra isla.
-No se atreverán a tanto, Yáñez.
-Pues yo creo lo contrario. Ahora son en Labuán lo bastante fuertes como para intentar la
lucha, Sandokán. Un día u otro tendrá que llegar el encuentro decisivo.
-Nos encontrarán preparados, y veremos quienes son más decididos: si los tigres de
Mompracem o los leopardos de Labuán.
Sandokán mandó formar a sus bandas, que contaban más de doscientos cuarenta hombres,
reclutados entre las tribus más guerreras de Borneo y de las islas del mar malayo, y eligió
noventa cachorros, los más valientes y robustos, auténticos condenados, que a una seña no
hubieran dudado en arrojarse incluso contra los fuertes de Victoria, la ciudadela de Labuán.
Llamó luego a Giro-Batol y, mostrándoselo a las bandas que se quedaban a defender la isla,
dijo:
-Aquí tenéis un hombre que tiene la suerte de ser uno de los jefes más valientes de la piratería,
el único de toda mi tripulación que sobrevivió a la desgraciada expedición de Labuán.
Durante mi ausencia, obedecedle como si fuera mi persona. Y ahora, embarquémonos, Yáñez.
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