de bronce antiguo a causa de su color aceitunado, al descubrir a Yáñez y a Sandokán, emitió
un grito de alegría, y luego, alzando las manos, gritó:
-¡Buena presa!
Cinco minutos después entraba el velero en la pequeña bahía, lanzando el ancla a veinte pasos
de la orilla. Echaron enseguida una chalupa al mar y Pisangu entró en ella junto con el
soldado inglés y cuatro remeros.
-¿De dónde vienes? -le preguntó Sandokán en cuanto desembarcó.
-De las costas orientales de Labuán, capitán -dijo el bornés-. Me había empujado la esperanza
de tener noticias vuestras y puedo dar gracias de volver a encontrarme aquí todavía sano.
-¿Quién es ese inglés?
-Un cabo, capitán.
-¿Dónde lo hiciste prisionero?
-Junto a Labuán.
-Cuéntamelo todo.
-Estaba explorando las playas, cuando vi un bote, mandado por ese hombre, que salía de la
desembocadura de un pequeño riachuelo. El bribón debía de tener compañeros en las dos
orillas, porque lo oía frecuentemente emitir silbidos agudísimos. Hice botar enseguida la
chalupa y con diez hombres le di caza, esperando que me proporcionara noticias vuestras. La
captura no fue difícil, pero, cuando quise abandonar la desembocadura del riachuelo, me
encontré con que había sido cerrada por una cañonera. Nos lanzamos resueltamente a la lucha,
intercambiando balas y metralla en abundancia. Una verdadera tempestad, capitán, que me
destruyó media tripulación y me arruinó el barco, pero que dejó malparada también a la
cañonera. Cuando vi que el enemigo se retiraba, de dos bordadas me hice a la mar,
volviéndome más que deprisa.
-¿Y ese soldado viene directamente de Labuán?
-Sí, capitán.
-Gracias, Pisangu. Trae aquí al soldado.
Aquel desgraciado había sido ya empujado hasta la playa y rodeado por los piratas, que
comenzaron a maltratarlo y a arrancarle de encima los galones de cabo.
Era un joven de veinticinco o veintiocho años, grueso, de estatura más bien baja, rubio, rosado
y mofletudo.
Parecía sumamente espantado de encontrarse en medio de aquellas bandas de piratas, pero no
salía una palabra de sus labios.
Al ver a Sandokán, se esforzó por esbozar una sonrisa, y luego dijo con un temblor en la voz:
-El Tigre de Malasia...
-¿Me conoces? -le preguntó. -Sí.
-¿Dónde me has visto?
-En la quinta de lord Guillonk. -Estarás asombrado de verme aquí.
-Es cierto. Os creía todavía en Labuán y ya en manos de mis camaradas.
-¿Estabas tú también entre los que iban a cazarme? El soldado no respondió; luego,
sacudiendo la cabeza, dijo:
-Ya todo ha terminado para mí, ¿no, señor pirata? -Tu vida depende de tus respuestas -replicó
Sandokán.
-¿Quién puede fiarse de la palabra de un hombre que asesina a la gente como si se bebiera un
vaso de gin o de brandy?
Un relámpago de cólera brilló en los ojos del Tigre de Malasia.
-¡Mientes, perro!
-Como queráis -respondió el cabo.
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