a Labuán a exterminar a los enemigos de Mompracem!
-Amigos -dijo Sandokán, con aquel acento metálico y extraño que los fascinaba-. La venganza
que reclamáis no tardará en llegar. Los tigres que yo conducía a Labuán cayeron bajo los
golpes de los leopardos de piel blanca, cien veces más numerosos y cien veces mejor armados
que nosotros, pero la partida no se ha terminado todavía. No, cachorros, los héroes que
cayeron combatiendo en las playas de la isla maldita no se quedarán sin venganza. ¡Estamos a
punto de partir para aquella tierra de leopardos y, al llegar allí, les devolveremos rugido por
rugido, sangre por sangre! ¡El día de la batalla los tigres de Mompracem devorarán a los leopardos de Labuán!
-¡Sí, sí, a Labuán! -gritaron los piratas, agitando frenéticamente las armas.
Yáñez parecía no haber oído. Había saltado sobre la vieja cureña de un cañón y miraba
atentamente hacia un promontorio que se prolongaba bastante hacia el mar.
-¿Qué buscas, hermanito? -preguntó Sandokán.
-Estoy viendo aparecer la extremidad de un mástil detrás de aquellos arrecifes -respondió el
portugués.
-¿Uno de nuestros praos?
-¿Qué otro barco se atrevería a acercarse a nuestras costas?
-¿No habían vuelto todos nuestros veleros? -Todos menos uno, el de Pisangu, uno de los más
grandes y de los mejor armados.
-¿Dónde lo habías enviado?
-Hacia Labuán, para que te buscase.
-Sí, es el prao de Pisangu -confirmó un jefe de banda-. Sin embargo, veo un solo mástil, señor
Yáñez.
-¿Habrá combatido y habrá perdido el trinquete? -se preguntó Sandokán-. Esperémosle.
¡Quién sabe!... Puede traernos alguna noticia de Labuán.
Todos los piratas saltaron a los bastiones para observar mejor a aquel velero, que avanzaba
lentamente siguiendo el promontorio.
Cuando hubo dado la vuelta a la última punta, un solo grito se escapó de todos los pechos:
-¡El prao de Pisangu!
Era realmente el velero que Yáñez había mandado tres días antes hacia Labuán para que
intentase conseguir noticias sobre el Tigre de Malasia y sus valientes, ¡pero en qué estado
volvía! Del palo del trinquete no quedaba más que un tronco astillado; el palo maestro se
mantenía a duras penas, sostenido por una espesa red de obenques y brandales.' Ya casi no
había amuradas y los flancos se veían gravemente dañados, erizados de tapones de madera
que cerraban los agujeros abiertos por las balas.
-Ese barco ha debido de ser bien batido -dijo Sandokán.
-Pisangu es tan valiente que no teme atacar incluso a los grandes navíos -respondió Yáñez.
-¡Mira!... Me parece que trae un prisionero. ¿No distingues una casaca roja entre nuestros
bravos cachorros?
-Sí, y me parece que veo un soldado inglés atado al palo maestro -dijo Yáñez.
-¿Lo habrá prendido en Labuán?
-Desde luego no lo habrá pescado en el mar.
-¡Ah!... Si pudiera darme noticias de...
-Marianna, ¿no, hermanito mío?
-Sí -respondió Sandokán con voz sorda.
-Lo interrogaremos.
El prao., ayudado por los remos, pues el viento era más bien débil, avanzaba rápidamente. Su
capitán, un bornés de gran estatura, de espléndidas formas, que semejaba una soberbia estatua
Página 73