feroz de destruirlo todo, de tirarlo todo por tierra.
Después de repetidos esfuerzos se levantó, agarró una cimitarra y, sosteniéndose a duras
penas, apoyándose en las paredes, se puso a sacudir golpes desesperados por todas partes,
corriendo tras la sombra del baronet que parecía escapársele siempre, desgarrando la tapicería,
despedazando las botellas, lanzando terribles golpes sobre los anaqueles, la mesa, el
armónium, haciendo llover de los vasos rotos torrentes de oro, de perlas y diamantes, hasta
que, extenuado, vencido por la embriaguez, cayó en medio de aquel destrozo, durmiéndose
Profundamente.
15
El cabo inglés
Cuando se despertó, se encontró acostado en la otomana, donde lo habían transportado unos
malayos agregados a su servicio.
Los vidrios despedazados habían sido retirados de allí, el oro y las perlas habían sido
colocados de nuevo en los anaqueles y los muebles habían sido puestos de pie y arreglados lo
mejor posible. Sólo se veían las señales que había dejado la cimitarra del pirata sobre las
tapicerías, que aún colgaban desgarradas de las paredes.
Sandokán se frotó varias veces los ojos y se pasó muchas veces las manos por la ardorosa
frente, como si intentase acordarse de lo que había hecho.
-No puedo haber soñado -murmuró-. Sí, estaba borracho y me sentía feliz, pero ahora el fuego
vuelve a arder en mi corazón. ¿Es que ya no podré apagarlo jamás? ¡Qué pasión ha invadido
el corazón del Tigre!...
Se arrancó el uniforme del sargento Willis, se puso un nuevo traje centelleante de oro y
perlas, se colocó en la cabeza un rico turbante rematado por un zafiro grueso como una nuez,
se acomodó entre los pliegues de la faja un nuevo kriss y una nueva cimitarra y salió.
Aspiró una bocanada de aire marino, que le disipó completamente los últimos vapores de la
embriaguez, observó el sol, que ya estaba bastante alto, luego se volvió hacia oriente, mirando
en dirección a la lejana Labuán, y suspiró.
-¡Pobre Marianna!... -murmuró oprimiéndose el pecho.
Recorrió el mar con sus ojos de águila y miró a los pies del acantilado. Tres praos, con sus
grandes velas desplegadas, estaban delante del poblado preparados para hacerse a la mar.
Los piratas iban y venían por la playa, ocupados en embarcar armas, municiones y cañones.
En medio de ellos, Sandokán descubrió a Yáñez.
-Buen amigo -murmuró-. Mientras yo dormía, él preparaba la expedición.
Bajó las escaleras y se dirigió hacia el pueblo. Apenas lo vieron los piratas, se oyó un
inmenso grito:
-¡Viva el Tigre! ¡Viva nuestro capitán!
Después, todos aquellos hombres, que parecían haber sido poseídos por una súbita locura, se
precipitaron confusamente alrededor del pirata, ensordeciéndolo con gritos de alegría,
besándole las manos, el traje, los pies, amenazando ahogarlo. Los más viejos jefes de la
piratería lloraban de alegría al volver a verlo aún vivo, cuando ya lo habían creído muerto en
las costas de la maldita isla.
Ningún lamento salía de aquellas bocas, ninguna lágrima por sus compañeros, por sus
hermanos, por sus hijos, por sus parientes caídos bajo el hierro de los ingleses en la desastrosa
expedición, pero, de cuando en cuando, de aquellos pechos de bronce se desbordaban gritos
tremendos:
-¡Tenemos sed de sangre, Tigre de Malasia! ¡Venganza para nuestros compañeros!... ¡Vamos
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