-Y ahora -dijo el portugués-, ¿qué pretendes hacer?
-Salir lo más rápido posible para Labuán y raptar a Marianna.
-Tienes razón. El lord, si llega a saber que has abandonado la isla y has vuelto a Mompracem,
puede huir por miedo a verte volver. Hay que actuar rápidamente, o perderemos la partida.
Ahora, vete a dormir, porque necesitas un poco de calma, y déjame el cuidado de prepararlo
todo. Mañana la expedición estará lista para zarpar.
-Hasta mañana, Yáñez.
-Adiós, hermano -respondió el portugués.
Salió y bajó lentamente la escalera.
Cuando Sandokán se quedó solo, volvió a sentarse delante de la mesa, más sombrío y agitado
que nunca, haciendo saltar los tapones de varias botellas de whisky.
Sentía la necesidad de aturdirse, para olvidar al menos por unas horas a aquella jovencita que
lo había embrujado y calmar la impaciencia que lo roía. Se puso a beber con una especie de
rabia, vaciando uno tras otro varios vasos.
-¡Ah! -exclamó-. ¡Si pudiera dormirme y no despertar hasta Labuán! Siento que esta
impaciencia, que este amor, que estos celos me matarán. ¡Sola!...¡Sola en Labuán!... ¡Y quizá,
mientras yo estoy aquí, el baronet estará haciéndole la corte!
Se levantó, presa de un violento impulso de furor, y se puso a pasear como un loco, arrojando
al suelo las sillas, rompiendo las botellas amontonadas en los rincones, despedazando los
cristales de los grandes anaqueles llenos de oro y joyas, hasta que se detuvo delante del
armonium.
-Daría la mitad de mi sangre por poder imitar una de aquellas adorables romanzas que ella me
cantaba cuando me consumía, vencido y herido, en la quinta del lord. ¡Y no es posible, no me
acuerdo de ninguna! Era la suya una lengua extranjera, una lengua celestial que sólo Marianna
podía conocer. ¡Oh! ¡Qué hermosa estabas entonces, Perla de Labuán! ¡Qué embriaguez, qué
felicidad derramabas sobre mi corazón en aquellos momentos, mi querida niña!
Recorrió las teclas con los dedos, tocando una romanza salvaje, vertiginosa, de un ext raño
efecto, en la que a veces parecían oírse los estruendos de un huracán o los lamentos de gentes
moribundas.
Se detuvo, como si hubiera sido golpeado por un nuevo pensamiento, y volvió a la mesa,
tomando una taza llena.
-¡Ah! Veo sus ojos en el fondo -dijo-. ¡Siempre sus ojos, siempre su figura, siempre la Perla
de Labuán!
La vació, volvió a llenarla otra vez y volvió a mirar dentro.
-¡Manchas de sangre! -exclamó-. ¿Quién ha echado sangre en mi taza? Sangre o licor, bebe,
Tigre de Malasia, porque la embriaguez es la felicidad.
El pirata, que ya estaba borracho, se puso a beber con nuevo ardor, tragando el ardiente
líquido como si fuese agua, alternando las imprecaciones con estruendosas carcajadas.
Se irguió, pero volvió a caer sobre la silla, lanzando a su alrededor torvas miradas. Le parecía
ver sombras corriendo por la habitación, fantasmas que le mostraban, riendo burlonamente,
hachas, kriss y cimitarras ensangrentadas. En una de aquellas sombras creyó reconocer a su
rival el baronet William. Se sintió poseído por un impulso de furor y rechinó los dientes
ferozmente.
-¡Te veo, te veo, maldito inglés! -gritó-. ¡Pero ay de ti como te agarre! Quieres robarme a la
Perla, lo leo en tus ojos, pero te lo impediré, destruiré tu casa, la del lord, pasaré a Labuán a
sangre y fuego, haré correr sangre por doquier y os exterminaré a todos.... a todos... ¡Ah!
¡Ríete! ¡Aguarda, aguarda a que vaya!...
Había llegado ya al punto culminante de su embriaguez. Se sintió poseído por una manía
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