esa mujer, tendría que abandonar mi mar, poner fin a mis venganzas, dejar mi isla, perder mi
nombre, del que un día me sentí tan orgulloso, perder a mis cachorros, a cuantas veces he
intentado huir, poner entre mí y aquellos ojos fascinantes una barrera insuperable! Y, sin
embargo, he tenido que ceder, Yáñez. Me encuentro entre dos abismos: aquí Mompracem con
sus piratas, entre el relampagueo de sus cien cañones y sus victoriosos praos, allí esa adorable
criatura de los cabellos rubios y los ojos azules. He estado oscilando durante mucho tiempo,
vacilante, y al fin me he precipitado hacia esa joven, de la que siento que ninguna fuerza
humana podrá arrancarme. ¡Ah, siento que el Tigre va dejar de existir!...
¡Olvídala, entonces! -dijo Yáñez, agitándose.
-¡Olvidarla!... ¡Es imposible, Yáñez, es imposible! Siento que no podré romper nunca las
cadenas doradas que ella ha echado alrededor de mi corazón. Ni las batallas, ni las grandes
emociones de la vida pirata, ni el amor de mis hombres, ni los más tremendos estragos, ni las
más espantosas venganzas serán capaces de hacerme olvidar a esa joven. Su imagen se
interpondría siempre entre mí y esas grandes emociones y apagaría la antigua energía y el
valor del Tigre. ¡No, no la olvidaré jamás! ¡Ella será mi mujer, aunque me cueste mi nombre,
mi isla, mi poder, todo, todo!
Se detuvo por segunda vez, mirando a Yáñez, que había vuelto a caer en su mutismo.
-¿Entonces, hermano? -preguntó.
-Habla.
-¿Me has comprendido?
-Sí.
-¿Qué me aconsejas? ¿Qué tienes que responderme, ahora que te lo he revelado todo?
-Olvida a esa mujer, ya te lo he dicho.
-¡Yo!...
-¿Has pensado en las consecuencias que podría acarrear este insensato amor? ¿Qué van a
decir tus hombres cuando sepan que el Tigre se ha enamorado?
Y además, ¿qué vas a hacer con esa joven? ¿Se casará luego contigo? Olvídala, Sandokán,
abandónala para siempre, vuelve a ser el Tigre de Malasia de corazón de hierro.
Sandokán se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta, que abrió con violencia.
-¿Adónde vas? -le preguntó Yáñez, poniéndose de pie.
-Vuelvo a Labuán -respondió Sandokán-. Mañana dirás a mis hombres que he abandonado
para siempre mi isla y que eres su nuevo jefe. No volverán a oír hablar de mí, porque no
volveré jamás a pisar estos mares.
-¡Sandokán! -exclamó Yáñez, aferrándolo estrechamente por los brazos-. ¿Estás loco para
volver solo a Labuán, cuando tienes barcos, cañones y hombres entregados, dispuestos a
dejarse matar por ti o por la mujer de tu corazón? Yo he querido tentarte, he querido ver si era
posible desarraigar de tu corazón la pasión que alimentas por esa mujer, que pertenece a una
raza que tú debías odiar siempre...
-No, Yáñez, no, esa mujer no es inglesa, porque me ha hablado de un mar más azul y más
hermoso que el nuestro, que lame su lejana patria; de una tierra cubierta de flores dominada
por un humeante volcán; de un paraíso terrestre donde se habla una lengua armoniosa, que
nada tiene que ver con el inglés.
-No importa: inglesa o no, ya que tú la amas tan inmensamente, todos nosotros te ayudaremos
a hacerla tu esposa, para que seas feliz. Todavía puedes seguir siendo el Tigre de Malasia,
incluso casándote con la jovencita de los cabellos de oro.
Sandokán se precipitó en los brazos de Yáñez, y los dos hombres permanecieron abrazados
largo rato.
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