-¡Sí, Yáñez, he sido vencido y herido, mis hombres han sido destruidos y yo vuelvo
mortalmente enfermo!
El pirata arrimó con gesto convulso una silla hasta la mesa, vació uno tras otro tres vasos de
whisky, y luego, con voz quebrada o animada, ronca o estridente, alternando gestos violentos
e imprecaciones, contó con pelos y señales todo lo que le había sucedido, el desembarco en
Labuán, el encuentro con el crucero, la tremenda batalla sostenida, el abordaje, la herida
recibida, los sufrimientos y la curación.
Sin embargo, cuando empezó a hablar de la Perla de Labuán, toda su ira se esfumó. Su voz,
poco antes ronca, destrozada por el furor, tomó ahora otro tono, y se hizo dulce, cariñosa,
apasionada.
Describió con arrojo poético la belleza de la joven lady, aquellos ojos grandes, dulces,
melancólicos, azules como el agua del mar, que lo habían conmovido profundamente; habló
de aquellos cabellos largos, más rubios que el oro, más sutiles que la seda, más perfumados
que las rosas de los bosques; de aquella voz incomparable, angelical, que había hecho vibrar
extrañamente las cuerdas de su corazón hasta entonces inaccesible, y de aquellas manos que
sabían arrancar al laúd aquellos sonidos tan suaves, tan dulces, que lo habían fascinado, que lo
habían encantado.
Pintó con viva pasión los momentos queridos que había pasado al lado de la mujer amada,
momentos sublimes, durante los cuales ya no se acordaba de Mompracem, ni de sus
cachorros, y en los que llegaba a olvidar hasta que él era el Tigre de Malasia; y paso a paso
llegó a contar todas las aventuras que siguieron después, a saber, la caza del tigre, la confesión
de su amor, la traición del lord, la fuga, el encuentro con Giro-Batol y el embarco hacia
Mompracem.
-Óyeme, Yáñez -continuó con acento todavía conmovido-. En el momento en que ponía los
pies en la canoa para abandonar a aquella criatura, creí que se me desgarraba el corazón.
Antes que abandonar aquella isla, hubiera preferido hundir la canoa y a Giro-Batol, hubiera
querido hacer entrar el mar en la tierra y hacer surgir en su lugar un mar de fuego, para no
poder volver a atravesarlo. ¡En aquel momento hubiera destruido sin compasión mi
formidable Mompracem, hundido mis praos, dispersado a mis hombres, y hubiera querido no
haber sido nunca... el Tigre de Malasia!
-¡Ah, Sandokán! -exclamó Yáñez, en tono de reprobación.
-¡No me lo reproches, Yáñez! ¡Si supieras lo que he experimentado aquí, en este corazón que
creía de hierro, inaccesible a cualquier pasión! Óyeme: amo a esa mujer hasta tal punto que, si
se me pusiera delante y me rogara que renegase de mi nacionalidad y que me hiciese inglés...,
¡yo, el Tigre de Malasia, que juré odio eterno a esa raza..., lo haría sin vacilar!... ¡Un fuego
indomable corre sin descanso por mis venas y me consume las carnes, me parece que estoy
siempre delirando, que tengo un volcán en medio del corazón; me parece que voy a volverme
loco, loco! Desde el día en que vi a esa criatura me encuentro en este estado, Yáñez. Y
siempre tengo ante mí esa visión celestial. ¡Dondequiera que vuelva la mirada, allí la veo
siempre, siempre, genio centelleante de belleza que me abrasa y me consume!
El pirata se levantó con un gesto brusco, el rostro alterado, los dientes convulsamente
apretados. Dio algunas vueltas alrededor de la habitación, como si intentase alejar aquella
visión que lo perseguía y calmar la ansiedad que lo torturaba; luego se detuvo delante del
portugués, interrogándole con la mirada. Éste permaneció mudo.
-No lo creerás -prosiguió San dokán-, pero he luchado terriblemente antes de dejarme vencer
por la pasión. Pero ni la férrea voluntad del Tigre de Malasia, ni mi odio por todo lo que sabe
a inglés han podido frenar los impulsos del corazón. ¡Cuántas veces he intentado romper la
cadena! ¡Cuántas veces, cuando me asaltaba el pensamiento de que un día, para casarme con
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