El malayo sacó de una vieja vasija de tierra, asegurada a un travesaño de la canoa, algunas
provisiones y se las ofreció a Sandokán, pero éste, absorto siempre en sus contemplaciones y
en sus angustias, no respondió siquiera, ni abandonó su posición.
«Está embrujado -repitió el malayo, meneando la cabeza-. Si es verdad, ¡ay de los
ingleses!...»
Durante el día el viento cayó varias veces, y la canoa, que se zambullía pesadamente con los
empujes de las olas, embarcó muchas veces gran cantidad de agua. Sin embargo, por la tarde
se levantó un viento fresco del sudeste, empujándola rápidamente hacia el oeste; el viento se
mantuvo igual también a la mañana siguiente.
Al caer el día, el malayo, que seguía de pie sobre la proa, descubrió finalmente una masa
oscura que se elevaba sobre el mar.37
-¡Mompracem!... -exclamó.
Ante aquel grito, Sandokán, por primera vez desde que había puesto los pies en la canoa, se
movió alzándose de golpe.
Ya no era el hombre de antes: la melancólica expresión de su rostro había desaparecido
completamente. Sus ojos despedían relámpagos y sus facciones ya no estaban alteradas por
aquel sombrío dolor.
-¡Mompracem! ..................Exclamó, enderezando su alta figura.
Y permaneció allí, contemplando su salvaje isla, el baluarte de su poder, de su grandeza en
aquel mar que no sin razón llamaba suyo. En aquel momento, sentía que volvía el formidable
Tigre de Malasia de las legendarias hazañas.
Su mirada, que desafiaba a los mejores catalejos, recorría las costas de la isla, deteniéndose
sobre el alto acantilado donde ondeaba todavía la bandera de la piratería, sobre las
fortificaciones que defendían el poblado y sobre los numerosos praos que se mecían en la
bahía.
-¡Ah!... Por fin te vuelvo a ver -exclamó.
-Estamos salvados, Tigre -dijo el malayo, que parecía volverse loco de alegría.
Sandokán lo miró casi estupefacto.
-¿Entonces merezco todavía ese nombre, Giro
Batol? -preguntó.
-Sí, capitán.
-Y, sin embargo, creí que no volvería a merecerlo -murmuró Sandokán, suspirando.
Aferró la pagaya38 que servía de timón y dirigió la canoa hacia la isla, que iba hundiéndose
lentamente en las tinieblas. A las diez los dos piratas, sin haber sido descubiertos por nadie,
atracaron junto al gran acantilado.
Sandokán, al poner los pies sobre su isla, respiró largamente y quizá en aquel momento no
lloraba por Labuán, y quizá, por un momento, incluso olvidó a Marianna.
Dio la vuelta rápidamente al acantilado y alcanzó los primeros escalones de la tortuosa
escalera que conducía a la gran cabaña39
-Giro-Batol -dijo, volviéndose hacia el malayo, que se había parado-, vuelve a tu cabaña,
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En las citadas memorias describe el apócrifo autor la llegada a este «islote de Malasia» de un modo
sumamente escueto: «Avistamos el islote de Mompracem, punto perdido en aquel inmenso archipiélago,
sembrado de islas y de arrecifes, y desembarcamos» (Mis memorias, cap. x).
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Voz de origen malayo (pangáyong), que designa un remo filipino de pala sobrepuesta y atada con bejuco
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vive!" y desaparecían a una seña de mi guía.» Precisamente el grueso de las memorias corresponden a su
pretendido encuentro con Sandokán, su «noviciado de pirata» y sus aventuras con los tigres de Mompracem
(caps. XXX). El autor introduce a Salgari en este mundo de la siguiente forma: «Mi segundo viaje iba a ser muy
distinto del primero. De pronto me encontré con uno de esos secretos que siempre habían halagado mi fantasía:
entraba en el gran mar de las aventuras» (cap. VIII
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