Test Drive | Page 64

la distancia que lo separaba de la Perla de Labuán crecía minuto a minuto enormemente. A veces se detenía, no sabiendo si volver o seguir adelante; pero el malayo, que sentía arder el suelo bajo sus pies y no veía el instante de embarcarse, lo incitaba a seguir, haciéndole observar lo peligroso que podría resultar el mínimo retraso. Llevaban caminando media hora, cuando Giro-Batol se paró de repente, aplicando el oído con atención. -¿Oís ese fragor? -preguntó. -Lo oigo claramente: es el mar -respondió Sandokán-. ¿Dónde está la canoa? -Aquí al lado. El malayo guió a Sandokán a través de una espesa cortina de follaje y le mostró el mar, que gruñía al romperse contra los bancos de la isla. -¿Veis algo? -preguntó. -Nada -respondió Sandokán, después de haber recorrido rápidamente el horizonte con los ojos. -La suerte nos acompaña: los cruceros duermen todavía. Bajó a la orilla, removió las ramas de un árbol y mostró una embarcación que se mecía pesadamente en el fondo de una pequeña ensenada. Era una barcaza, construida después de haber vaciado a fuego y hacha el tronco de un grueso árbol, semejante a las que usan los indios del río Amazonas y los polinesios del Pacífico. Desafiar al mar con una barca de formas tan extravagantes era una temeridad sin igual, porque bastarían pocas olas para volcarla; pero los dos piratas no eran tipos para amedrentarse. Giro-Batol fue el primero en saltar dentro de ella y en izar un pequeño mástil, al que había adaptado una pequeña vela de fibra vegetal cuidadosamente entretejida. -Venid, capitán -dijo, disponiéndose a tomar los remos-. Dentro de pocos minutos podrían cortarnos el camino. Sandokán, sombrío, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho, estaba todavía en tierra mirando hacia el este, como si intentase descubrir, en medio de la profunda oscuridad y entre los grandes árboles, la habitación de la Perla de Labuán. Parecía ignorar que había llegado el momento de la fuga y que un pequeño retraso podía resultarle fatal. -Capitán -repitió el malayo-. ¿Queréis dejaros prender por el crucero? Venid, o será demasiado tarde. -Te sigo -respondió Sandokán con voz triste. Saltó a la canoa cerrando los ojos y dando un profundo suspiro. El viento soplaba del este, de modo que no podía ser más favorable. La canoa, con su vela tendida, bogaba con bastante rapidez, inclinada a estribor, interponiendo entre el pirata, que se sentía extremadamente conmovido, y la pobre Marianna, el vasto mar de Malasia. Sandokán, sentado a popa, con la cabeza entre las manos, no hablaba y seguía con los ojos fijos en su Labuán, que poco a poco desaparecía en las tinieblas; Giro-Batol,