Estuvo algunos instantes en silencio, con la cabeza apretada entre las manos y los ojos fijos en
el vacío; luego, como hablando consigo mismo, prosiguió:
-Volveremos pronto aquí, a esta isla. El destino será más poderoso que mi voluntad y luego...
incluso en Mompracem, entre mis valientes, ¿cómo poder olvidarla? ¿No bastaba ya con la
derrota? ¡Tenía que dejarme también el corazón en esta maldita isla!
-¿De qué habláis, capitán? -preguntó Giro-Batol ciertamente sorprendido.
Sandokán se pasó una mano por los ojos como si quisiera ahuyentar una visión, y luego,
sacudiéndose, dijo:
-No preguntes nada, Giro-Batol.
-Pero volveremos aquí, ¿no es cierto? -Sí.
-Y vengaremos a nuestros compañeros que murieron combatiendo sobre las playas de esta
tierra abominable.
-Sí, pero quizá sería mejor para mí no volver a ver más esta isla.
-¿Qué decís, capitán?
-Digo que esta isla podrá dar un golpe mortal al poderío de Mompracem y quizá encadenar
para siempre al Tigre de Malasia.
-¿A vos, tan fuerte, tan terrible? ¡Oh, vos no podéis tener miedo de los leopardos de
Inglaterra!
-No de ellos, no, pero... ¿quién puede leer en el destino? Mis brazos son todavía formidables,
pero ¿lo será también mi corazón?
-¡El corazón! No os comprendo, capitán. -Mejor. A comer, Giro-Batol. No pensemos en el
pasado.
-Me dais miedo, capitán.
-Calla, Giro-Batol -replicó Sandokán con acento imperioso.
El malayo no se atrevió a continuar. Trajo el asado, que despedía un apetitoso olor, lo colocó
sobre una larga hoja de plátano y se lo ofreció a Sandokán; luego fue a buscar en un rincón
del tugurio y de un agujero sacó una botella casi rota pero cuidadosamente cubierta con un
cucurucho formado con fibra de rotang, hábilmente entretejida.
-Gin, capitán -dijo, mirando la botella con ojos ardientes-. He tenido que trabajar no poco para
arrebatársela a los indígenas y la guardaba para reponer fuerzas en el mar. Podéis vaciarla
hasta la última gota.
-Gracias, Giro-Batol -respondió Sandokán con una triste sonrisa-. La partiremos como
hermanos.
Sandokán comió en silencio, no haciendo a la comida tantos honores como el bravo malayo
había esperado; bebió algunos sorbos de gin y luego se sentó sobre las frescas hojas, diciendo:
-Vamos a descansar unas horas. En tanto caerá la tarde, y después tenemos que esperar a que
desaparezca la luna.
El malayo cerró cuidadosamente la cabaña, apagó el fuego y, habiendo vaciado la botella, se
acurrucó en un rincón, soñando que se encontraba ya en Mompracem.
Sandokán en cambio, a pesar de que estaba cansadísimo, después de haber estado caminando
toda la noche anterior, no fue capaz de pegar ojo.
Y no ya por el temor de verse sorprendido de un momento a otro por los enemigos: no
era posible que los encontraran en aquella cabaña tan bien oculta a las miradas de todos. Era
el pensamiento de la joven inglesa el que lo mantenía despierto.
¿Qué le habría sucedido a Marianna después de los últimos acontecimientos? ¿Qué
habría ocurrido entre ella y lord James?... ¿Y a qué acuerdos habrían llegado el viejo lobo de
mar y el baronet William Rosenthal? ¿Seguiría en Labuán, y todavía libre a su vuelta? ¡Qué
ellos tan tremendos en el corazón del formidable pirata! ¡Y no podía hacer nada por aquella
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