Pero también entonces permaneció el pirata silencioso.
El portugués se levantó, encendió un cigarrillo y se acercó a una puerta oculta por el
cortinaje, diciendo: -Buenas noches, hermanito mío.
Sandokán, al oír aquellas palabras, se sobresaltó y, deteniendo a su amigo con un
ademán, dijo: -Una palabra, Yáñez.
-Habla, entonces.
-¿Sabes que quiero ir a Labuán?
-¡Tú...! ¡A Labuán!
-¿Por qué tanta sorpresa?
-Porque eres demasiado audaz y cometerás alguna locura en el escondrijo de tus más
encarnizados enemigos.
Sandokán lo miró con dos ojos que despedían llamas y emitió una especie de sordo
rugido.
-Hermano mío -prosiguió el portugués-, no tientes demasiado a la suerte. ¡Estáte en
guardia! La hambrienta Inglaterra ha puesto sus ojos sobre nuestra Mompracem y quizá no
espere tu muerte para lanzarse sobre tus cachorros y destruirlos. Estáte en guardia, porque he
visto un crucero erizado de cañones y repleto de armas rondando por nuestras aguas, y ése es
un león que sólo está esperando su presa.
-¡Pero encontrará al Tigre! -exclamó Sandokán apretando los puños y temblando de
pies a cabeza.
-Sí, lo encontrará y quizá sucumba en la batalla, pero su grito de muerte llegará hasta
las costas de Labuán y otros se moverán contra ti. Morirán muchos leones, puesto que tú eres
fuerte y terrible, ¡pero morirá también el Tigre!
-Yo...
Sandokán había dado un salto hacia adelante con los _brazos contraídos por el furor,
los ojos centelleantes y las manos apretadas como si empuñaran las armas. Pero fue un
relámpago: se sentó a la mesa, apuró de un solo trago una copa que había quedado llena y dijo
con voz perfectamente tranquila:
-Tienes razón, Yáñez; a pesar de todo, mañana iré a Labuán. Una fuerza irresistible me
empuja hacia esas playas, y una voz me susurra que debo ver a la joven de los cabellos de
oro, que debo...
-¡Sandokán...!
-Silencio, hermanito mío, vámonos a dormir.
2
Fiereza y generosidad
Al día siguiente, unas horas después de aparecer el sol, salía Sandokán de la cabaña,
dispuesto a emprender la arriesgada empresa.
Iba vestido de guerra: se había puesto largas botas de piel roja, su color preferido, y
una espléndida casaca de terciopelo también roja, adornada con bordados y flecos, y largos
pantalones de seda azul. Llevaba en bandolera una preciosa carabina india con arabescos y de
largo alcance; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo y un kriss,
ese puñal de hoja ondulada y envenenada tan apreciado en aquellas poblaciones de Malasia.
Se detuvo un momento a la orilla del gran acantilado, recorriendo con su mirada de
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