se doblara.
Ya no era el mismo hombre de antes: su frente estaba borrascosamente fruncida, sus
ojos despedían sombríos destellos, sus labios, separados, mostraban los dientes
convulsamente apretados, y sus miembros se estremecían. En aquel momento era el
formidable jefe de los feroces piratas de Mompracem, el hombre que desde hacía diez años
ensangrentaba las costas de Malasia, el hombre que en todas partes había sostenido terribles
batallas, el hombre a quien su extraordinaria audacia e indomable coraje le habían valido el
apodo de Tigre de Malasia.
-¡Yáñez! -exclamó con un tono de voz que ya no tenía nada de humano-. ¿Qué hacen
los ingleses en Labuán?
-Están fortificándose - contestó tranquilamente el europeo.
-¿Quizá están tramando algo contra mí?
-Eso creo.
-¡Ah! ¿Lo crees? ¡Que se atrevan a levantar un dedo contra mi Mompracem! ¡Diles
que intenten desafiar a los piratas en su escondrijo! El Tigre los destruirá hasta el último y se
beberá toda su sangre. Dime, ¿qué dicen de mí?
-Que ya es hora de que se acabe con un pirata tan audaz.
-¿Me odian mucho?
-Tanto, que consentirían perder todos sus barcos con tal de ahorcarte.
-¡Ah!
-¿Lo dudas? Hermanito mío, llevas ya muchos años haciendo una mala y otra peor. En
todas las costas hay huellas de tus correrías; todos los pueblos y todas las ciudades han sido
atacados y saqueados; todos los fuertes holandeses, españoles e ingleses han recibido tus
balas, y el fondo del mar está erizado de naves que tú has echado a pique.
-Es verdad, pero ¿quién tiene la culpa? ¿Acaso los hombres de raza blanca no han sido
inexorables conmigo? ¿Acaso no me destronaron con el pretexto de que me hacía demasiado
poderoso? ¿Acaso no asesinaron a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, para destruir
mi estirpe? ¿Qué mal les había hecho yo a ellos? ¡La raza blanca no había tenido nunca nada
contra mí y a pesar de ello quisieron aplastarme! Ahora los odio, sean españoles, holandeses,
ingleses o tus compatriotas portugueses; los maldigo y mi venganza será terrible: ¡lo juré
sobre los cadáveres de mi familia y mantendré mi juramento! Si he sido despiadado con mis
enemigos, espero que alguna voz se levantará para decir que a veces también he sido
generoso.
-No una, sino cientos, miles de voces pueden decir que con los débiles has sido hasta
demasiado generoso -dijo Yáñez-. Pueden decirlo todas las mujeres que han caído en tu poder
y que has llevado a los puertos de los hombres blancos, con peligro de que los cruceros te
echaran a pique; pueden decirlo las débiles tribus que has defendido de los saqueos de los
poderosos, los pobres marinos privados de sus barcos en la tempestad y que tú has salvado de
las olas y cubierto de regalos, y otros cientos y miles que siempre recordarán tu benevolencia,
Sandokán. Pero dime, hermanito mío, ¿dónde quieres ir a parar?
El Tigre de Malasia no contestó. Se puso a pasear por la habitación con los brazos
cruzados y con la cabeza inclinada sobre el pecho. ¿En qué pensaba aquel hombre
formidable? El portugués Yáñez, aunque hacía mucho tiempo que lo conocía, no podía
adivinarlo.
-Sandokán -dijo al cabo de algunos minutos-, ¿en qué piensas?
El Tigre se detuvo mirándolo fijamente, pero no respondió.
-¿Te atormenta algún pensamiento? -prosiguió Yáñez-. ¡Bah! Diríase que te afliges
porque te odian tanto los ingleses.
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