su piel, atravesó a carrera tendida la pradera, intentando alcanzar un espeso boscaje de
plátanos.
Era un hombre bajo, membrudo, casi desnudo: no llevaba más que un faldellín desgarrado y
un gorro de fibra de rotang, pero con la mano derecha empuñaba un nudoso bastón y con la
izquierda un kriss de hoja serpenteante.
Fue su carrera tan rápida que a Sandokán le faltó tiempo para observarlo mejor. Sin embargo
lo vio esconderse, de un último salto, en medio de los plátanos y desaparecer bajo las
gigantescas hojas.
-¿Quién será? -se preguntó Sandokán estupefacto-. Ciertamente es un malayo.
De pronto una sospecha le atravesó el cerebro.
-¿Y si fuese uno de mis hombres? -se preguntó-. ¿Habrá desembarcado Yáñez a alguno para
venir a buscarme? Él no ignoraba que me dirigía a Labuán.
Estaba a punto de salir de las matas para intentar descubrir al fugitivo, cuando en el borde del
bosque apareció un jinete.
Era un soldado de caballería del Regimiento de Bengala.
Parecía furibundo, porque blasfemaba y maltrataba a su caballo espoleándolo y
atormentándolo con violentas desgarraduras.
Llegó a unos cincuenta pasos de las matas de plátanos, saltó ágilmente al suelo, ató el caballo
a la raíz de una planta, montó el mosquete y se puso a escuchar, escudriñando atentamente los
árboles cercanos.
-¡Por todos los truenos del universo! -exclamó-. ¡No puede haber desaparecido bajo tierra!...
En algún lugar debe de estar escondido y, vive Dios, que no escapará por segunda vez de mi
mosquete. Bien sé que tengo que vérmelas con el Tigre de Malasia, pero John Gibbs no tiene
miedo. Y si este condenado caballo no se hubiera encabritado, a estas horas no estaría ya vivo
el piratejo.
Hablando así consigo mismo, el soldado desenvainó el sable y se dirigió hacia una espesura
de arecas y matorrales, apartando con prudencia las ramas.
Aquellos árboles estaban al lado del boscaje de plátanos, pero era dudoso que lograra
descubrir al fugitivo. Éste se había ido alejando, arrastrándose a través de las lianas y raíces, y
había encontrado un escondrijo que lo ponía al abrigo de cualquier búsqueda.
Sandokán, que no había abandonado su matorral, intentó en vano descubrir dónde podía
haberse ocultado el malayo. Por más que se estiraba y escudriñaba por debajo y por encima de
las grandes hojas no conseguía verlo en ningún sitio. Sin embargo, se guardaba bien