internó nuevamente en la selva, abriéndose paso entre los matorrales con mil precauciones,
saltando troncos de árboles caídos por su decrepitud o abatidos por el rayo, y trepando por las
plantas cada vez que se encontraba ante una barrera vegetal tan espesa que hubiera impedido
el paso incluso a un mono
parándose así caminando durante tres horas, cuando algún
pájaro espantado por su presencia se levantaba chirriando, o cuando algún animal salvaje huía
aullando, y se detuvo al fin delante de un torrente de aguas negras.
Se introdujo en él, lo remontó durante unos cincuenta metros, aplastando millares de gusanos
de agua, y, al llegar frente a un grueso ramo, se agarró a él y se encaramó sobre un árbol
frondoso.
-Con esto bastará para hacer perder mi rastro incluso a los perros -se dijo-. Ahora puedo
descansar, sin miedo de ser descubierto.
Llevaba allí una media hora, cuando un leve rumor, que se hubiera escapado a un oído menos
fino que el suyo, se dejó oír a breve distancia.
Apartó lentamente el follaje, conteniendo la respiración, y lanzó a la tupida sombra del
bosque una mirada investigadora.
Dos hombres, curvados hasta casi tocar tierra, avanzaban, mirando atentamente a derecha e
izquierda y hacia adelante. Sandokán reconoció en ellos a dos soldados.
-¡El enemigo! -murmuró-. ¿Me he equivocado o es que me han seguido tan de cerca?
Los dos soldados, que al parecer estaban buscando las huellas del pirata, después de haber
recorrido algunos metros se detuvieron casi bajo el árbol que servía de refugio a Sandokán.
-¿Sabes, John? -dijo uno de los dos, cuya voz temblaba-. Tengo miedo de encontrarme bajo
estos oscurísimos boscajes.
-Y yo también, James -respondió el otro-. El hombre que buscamos es peor que un tigre,
capaz de caer de improviso sobre nosotros y despacharnos a ambos. ¿Has visto cómo ha
matado a nuestro compañero?
-No lo olvidaré jamás, John. No parecía un hombre, sino un gigante, dispuesto a hacernos
pícadíllo. ¿Crees que conseguiremos prenderlo?
-Tengo mis dudas, a pesar de que el baronet William Rosenthal haya prometido cincuenta
flamantes libras esterlinas por su cabeza. Mientras todos lo íbamos siguiendo hacia el oeste,
para impedirle embarcarse en cualquier prao, quizá él corría hacia el norte o hacia el sur.
-Pero mañana, o pasado mañana lo más tarde, saldrá algún crucero y le impedirá huir.
-Tienes razón, amigo. Entonces ¿qué hacemos?
-Vamos hasta la costa, y después ya veremos.
-¿Esperamos antes al sargento Willis, que nos sigue?
-Lo esperaremos en la costa.
-Confiemos en que no caiga en manos del pirata. ¡Hala!, vamos a reemprender la marcha, por
ahora.
Los dos soldados echaron una última mirada a su alrededor y se pusieron a caminar hacia el
oeste, desapareciendo entre las sombras de la noche.
Sandokán, que no había perdido una sílaba de su charla, esperó media hora, y luego se dejó
resbalar lentamente hasta el suelo.
-Está bien -dijo-. Todos me siguen hacia occidente; yo seguiré torciendo hacia el sur, donde sé
que ya no encontraré enemigos. Sin embargo, estemos atentos. Tengo al sargento Willis a los
talones.
Reemprendió la silenciosa marcha, dirigiéndose hacia el sur: volvió a atravesar el torrente y se
abrió paso a través de una espesa cortina de plantas.
Estaba a punto de girar alrededor de un grueso alcanforero que le cerraba el paso, cuando una
voz amenazante le gritó:
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