-¡Ah, traidor! -gritó Sandokán, que sintió hervirle la sangre en las venas.
-Ya es hora, maldito, de que caigas en nuestras manos -dijo el lord-. Dentro de unos minutos
los soldados estarán aquí y dentro de veinticuatro horas serás ahorcado.
Sandokán emitió un sordo rugido. Con un salto de felino se apoderó de una pesada silla y se
lanzó sobre la mesa que estaba en el centro de la sala. Daba miedo; sus facciones estaban
ferozmente contraídas por el furor, sus ojos parecían despedir llamas y una sonrisa de fiera le
recorría los labios.
En aquel instante se oyó fuera un sonido de trompeta y en el corredor una voz, la de
Marianna, que gritaba desesperadamente:
-¡Huye, Sandokán!
-¡Sangre!... ¡Veo sangre!... -aulló el pirata.
Levantó la silla y la arrojó con fuerza irresistible contra el lord, el cual, golpeado en pleno
rostro, cayó pesadamente al suelo.
Rápido como el relámpago, Sandokán se lanzó sobre él con el kriss en alto.
-Mátame, asesino -agonizó el lord.
-Acordaos de lo que os dije hace unos días -respondió el pirata-. Os perdono, pero tengo que
reduciros a la impotencia.
Dicho esto, con una extraordinaria destreza lo volvió y le ató sólidamente los brazos y las
piernas con la propia faja.
Le quitó el sable y se lanzó al corredor, gritando: -¡Marianna, estoy aquí!
La joven lady se precipitó entre sus brazos, y luego, llevándolo a su propia habitación, le dijo
llorando:
-Sandokán, he visto soldados. ¡Ay, Dios mío, estás perdido!
-Todavía no -respondió él-. Burlaré a los soldados, ya lo verás.
La tomó por un brazo y, habiéndola conducido delante de la ventana, la contempló unos
instantes a la luz de la luna, fuera de sí.
-Marianna -dijo-. Júrame que serás mi esposa. -Te lo juro por la memoria de mi madre
-respondió la jovencita.
-¿Me esperarás?
-Te lo prometo.
-Está bien; huyo, pero dentro de una semana o dos volveré a llevarte, a la cabeza de mis
valerosos cachorros. ¡Ahora a vosotros, perros ingleses! -exclamó, irguiendo fieramente su
elevada estatura-. Yo lucho por la Perla de Labuán.
Pasó rápidamente por encima del alféizar de la ventana y saltó en medio de un frondoso
parterre, que lo ocultaba del todo.
Los soldados, que eran sesenta o setenta, ya habían rodeado por completo el jardín y
avanzaban lentamente hacia el edificio, con los fusiles en la mano, dispuestos a disparar.
Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, con el sable en la derecha y el kriss en la
izquierda, no respiraba ni se movía, sino que se había encogido sobre sí mismo, dispuesto a
precipitarse sobre el cerco y a romperlo con ímpetu irresistible.
El único movimiento que hacía era para levantar la cabeza hacia la ventana, donde sabía que
se encontraba su amada Marianna, que sin duda esperaba con angustia el resultado de la
suprema lucha.
Pronto los soldados se encontraron sólo a unos pasos del parterre donde él seguía oculto. Al
llegar a aquel punto se detuvieron, como si estuvieran indecisos sobre lo que había que hacer
e inquietos por lo que podía suceder.
-Despacio, jovencitos -dijo un cabo-. Esperemos la señal, antes de seguir adelante.
-¿Teméis que el pirata se haya emboscado? -preguntó un soldado.
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