Test Drive | Page 47

Vete, vuelve ahora mismo a tu isla y ponte a salvo, antes que la tempestad se desencadene sobre tu cabeza. -Si yo hubiera sido un hombre de vuestra especie, antes que pedir hospitalidad a un enemigo acérrimo, me hubiera dejado matar por los tigres de la selva. ¡Retirad esa mano que pertenece aun pirata, aun asesino! -¡Señor! -exclamó Sandokán, que, comprendiendo enseguida que lo habían descubierto, se disponía a vender cara su vida-. ¡No soy un asesino, soy un justiciero! -¡Ni una palabra más en mi casa: salid! -Está bien -respondió Sandokán. Echó una larga mirada a su prometida, que había caído sobre la alfombra semidesvanecida, e hizo el gesto de precipitarse hacia ella, pero se detuvo y, a paso lento, con la mano derecha sobre la empuñadura del kriss, la cabeza alta, la mirada fiera, salió de la sala y descendió la escalera, sofocando, con un esfuerzo prodigioso, los latidos de su corazón y la profunda emoción que lo invadía. Sin embargo, cuando alcanzó el jardín se detuvo, sacando el kriss, cuya hoja centelleó a los rayos de la luna. A trescientos pasos se extendía una línea de soldados, con las carabinas en la mano, dispuestos a hacer fuego sobre él. En vez de obedecer, Sandokán atrajo hacia sí a la jovencita y la levantó entre sus brazos. Su cara, poco antes conmovida, había tomado otra expresión: sus ojos relampagueaban, las sienes le latían furiosamente y sus labios se entreabrían, mostrando los dientes. Un instante después la dejó y se lanzó como una fiera a través del bosque, cruzando arroyos, zanjas y cerca, como si tuviera miedo o intentara huir de alguna cosa. No se detuvo hasta llegar a la playa, donde vagó largo tiempo sin saber adónde dirigirse ni qué hacer. Cuando se decidió a volver, había caído ya la noche y la luna había salido. Apenas volvió a la quinta, preguntó si había vuelto el lord, pero le respondieron que no le habían visto. Subió al saloncito y encontró a lady Marianna arrodillada ante una imagen religiosa, con el rostro inundado de lágrimas. -¡Mi adorada Marianna! -exclamó, levantándola-. ¿Lloras por mí? ¿Quizá porque soy el Tigre de Malasia, el hombre abominado por tus compatriotas? -No, Sandokán. Pero tengo miedo; está a punto de ocurrir una desgracia. Huye, huye de aquí. -Yo no tengo miedo; el Tigre de Malasia no ha temblado jamás y... Se detuvo de golpe, estremeciéndose a pesar suyo. Un caballo acababa de entrar en el jardín, deteniéndose delante de la quinta. -¡Mi tío!... ¡Huye, Sandokán! -exclamó la jovencita. -¡Yo!... ¡Huir yo!... Poco después entraba lord James en el saloncito. Ya no era el hombre del día anterior; estaba serio, ceñudo, torvo, y vestía el uniforme de capitán de marina. Con un gesto desdeñoso rechazó la mano que el pirata audazmente le ofrecía, diciendo con frío acento: -Si yo hubiera sido un hombre de vuestra especie, antes que pedir hospitalidad a un enemigo acérrimo, me hubiera dejado matar por los tigres de la selva. ¡Retirad esa mano que pertenece a un pirata, a un asesino! Página 47