Vete, vuelve ahora mismo a tu isla y ponte a salvo, antes que la tempestad se desencadene
sobre tu cabeza.
-Si yo hubiera sido un hombre de vuestra especie, antes que pedir hospitalidad a un
enemigo acérrimo, me hubiera dejado matar por los tigres de la selva. ¡Retirad esa mano que
pertenece aun pirata, aun asesino!
-¡Señor! -exclamó Sandokán, que, comprendiendo enseguida que lo habían
descubierto, se disponía a vender cara su vida-. ¡No soy un asesino, soy un justiciero!
-¡Ni una palabra más en mi casa: salid!
-Está bien -respondió Sandokán.
Echó una larga mirada a su prometida, que había caído sobre la alfombra
semidesvanecida, e hizo el gesto de precipitarse hacia ella, pero se detuvo y, a paso lento, con
la mano derecha sobre la empuñadura del kriss, la cabeza alta, la mirada fiera, salió de la sala
y descendió la escalera, sofocando, con un esfuerzo prodigioso, los latidos de su corazón y la
profunda emoción que lo invadía.
Sin embargo, cuando alcanzó el jardín se detuvo, sacando el kriss, cuya hoja centelleó
a los rayos de la luna.
A trescientos pasos se extendía una línea de soldados, con las carabinas en la mano,
dispuestos a hacer fuego sobre él.
En vez de obedecer, Sandokán atrajo hacia sí a la jovencita y la levantó entre sus
brazos. Su cara, poco antes conmovida, había tomado otra expresión: sus ojos
relampagueaban, las sienes le latían furiosamente y sus labios se entreabrían, mostrando los
dientes.
Un instante después la dejó y se lanzó como una fiera a través del bosque, cruzando
arroyos, zanjas y cerca, como si tuviera miedo o intentara huir de alguna cosa.
No se detuvo hasta llegar a la playa, donde vagó largo tiempo sin saber adónde
dirigirse ni qué hacer. Cuando se decidió a volver, había caído ya la noche y la luna había
salido.
Apenas volvió a la quinta, preguntó si había vuelto el lord, pero le respondieron que
no le habían visto.
Subió al saloncito y encontró a lady Marianna arrodillada ante una imagen religiosa,
con el rostro inundado de lágrimas.
-¡Mi adorada Marianna! -exclamó, levantándola-. ¿Lloras por mí? ¿Quizá porque soy
el Tigre de Malasia, el hombre abominado por tus compatriotas?
-No, Sandokán. Pero tengo miedo; está a punto de ocurrir una desgracia. Huye, huye
de aquí.
-Yo no tengo miedo; el Tigre de Malasia no ha temblado jamás y...
Se detuvo de golpe, estremeciéndose a pesar suyo. Un caballo acababa de entrar en el
jardín, deteniéndose delante de la quinta.
-¡Mi tío!... ¡Huye, Sandokán! -exclamó la jovencita.
-¡Yo!... ¡Huir yo!...
Poco después entraba lord James en el saloncito. Ya no era el hombre del día anterior;
estaba serio, ceñudo, torvo, y vestía el uniforme de capitán de marina.
Con un gesto desdeñoso rechazó la mano que el pirata audazmente le ofrecía, diciendo
con frío acento:
-Si yo hubiera sido un hombre de vuestra especie, antes que pedir hospitalidad a un enemigo
acérrimo, me hubiera dejado matar por los tigres de la selva. ¡Retirad esa mano que pertenece
a un pirata, a un asesino!
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