Aquí tienes un hombre que impera sobre este mar que baña las costas de las islas
malayas, un hombre que es el azote de los navegantes, que hace temblar a las poblaciones, y
cuyo nombre suena como una campana fúnebre.
¿Has oído hablar de Sandokán, por sobrenombre el Tigre de Malasia? Mírame a la
cara. ¡Yo soy el Tigre!...
La jovencita dio involuntariamente un grito de horror y se cubrió el rostro con las
manos.
-¡Marianna! -exclamó el pirata, cayendo a sus pies, con los brazos tendidos hacia ella-.
¡No me rechaces, no te espantes así! La fatalidad me hizo convertirme en pirata, como fue la
fatalidad la que me impuso este sanguinario sobrenombre. Los hombres de tu raza fueron
implacables conmigo, que sin embargo no había hecho a nadie ningún mal; fueron ellos los
que, desde las gradas de un trono, me precipitaron en el fango, me quitaron mi reino,
asesinaron a mi madre y a mis hermanos y me empujaron a estos mares. No soy pirata por
codicia; soy un justiciero, el vengador de mi familia y de mi pueblo, nada más. Y- ahora, si no
lo crees, recházame y me alejaré para siempre de estos lugares, para no volver a darte miedo.
-No, Sandokán, no te rechazo, porque te amo demasiado, porque eres valiente,
poderoso, terrible, como los huracanes que agitan los océanos.
-¡Ah! ¿Entonces me amas todavía? ¡Dímelo con tus labios, dímelo otra vez!
-Sí, te amo, Sandokán, y ahora más que ayer.
El pirata la atrajo hacia sí y la apretó contra su pecho. Una alegría sin límites
iluminaba su rostro varonil, y sobre sus labios vagaba una sonrisa de felicidad sin límites.
-¡Mía! ¡Eres mía! -exclamó delirante, fuera de sí-. Habla ahora, adorada mía, dime qué
puedo hacer por ti. Soy capaz de cualquier cosa. Si quieres, iré a derribar a un sultán para
darte un reino; si quieres ser inmensamente rica, iré a saquear los templos de la India y de
Birmania, para cubrirte de diamantes y de oro; si quieres, me haré inglés; si quieres que
renuncie para siempre a mis venganzas y que el pirata desaparezca, iré a incendiar mis praos,
para que no puedan volver a piratear, iré a dispersar a mis cachorros, iré a hundir mis cañones
para que no puedan volver a rugir, y destruiré mi refugio. Habla, dime lo que quieres; pídeme
lo imposible y lo haré. Por ti me sentiría capaz de levantar el mundo y de precipitarlo a través
de los espacios del cielo.
La jovencita se alzó sonriendo hacia él, ciñéndole el robusto cuello con sus delicadas
manos.
-No, mi valiente -dijo-, no pido más que la felicidad a tu lado. Llévame lejos, a
cualquier isla, pero donde podamos casarnos sin peligro, sin ansiedad.
-Sí; si tú lo quieres, te llevaré a una lejana isla, cubierta de flores y de bosques, donde
no volverás a oír hablar de tu Labuán, ni yo de mi Mompracem, una isla encantada del Gran
Océano, donde podremos vivir felices como dos palomas enamoradas: el terrible pirata, que
dejó detrás de sí torrentes de sangre, y l H