había salido a caballo antes del alba, en dirección a Victoria.
Aquella noticia, que ciertamente no esperaba, lo llenó de estupor.
-¡Se ha marchado! -murmuró-. ¿Se ha marchado sin haberme dicho nada anoche? ¿Por
qué razón? ¿No se estará tramando alguna traición contra mí? ¿Y si esta noche volviera no
como amigo, sino como fiero enemigo? ¿Qué haré con este hombre que me ha curado como
un padre y que es tío de la mujer que adoro? Tengo que ver a Marianna antes de que sepa
nada. Bajó al jardín con la esperanza de encontrarla, pero no vio a nadie. Sin querer, se dirigió
al árbol caído, donde ella solía sentarse, y se detuvo, dando un profundo suspiro.
-¡Ah, qué hermosa estabas, Marianna, aquella tarde en que yo pensaba huir! –
murmuró pasándose una mano por la ardorosa frente
-. ¡Tonto de mí, yo intentaba alejarme para siempre de ti, adorable criatura, cuando tú
también me amabas! ¡Extraño destino! ¿Quién habría dicho que un día llegaría a amar a una
mujer? ¡Y cómo la amo! Tengo fuego en las venas, fuego en mi corazón, fuego en mi cerebro
e incluso en mis huesos, y va creciendo a medida que la pasión se agiganta. Siento que por esa
mujer sería capaz de hacerme inglés, por ella me vendería como esclavo, abandonaría para
siempre la borrascosa vida de aventurero, maldeciría a mis cachorros y este mar que domino y
que considero como sangre de mis venas.
Inclin