Ante aquella apasionada e inesperada confesión, Marianna se quedó muda,
estupefacta, pero no retiró las manos que el pirata le había cogido y que apretaba con frenesí.
-No os enfadéis, milady -prosiguió el Tigre, con voz que descendía como una música
deliciosa hasta el corazón de la huérfana-. No os enfadéis si os he confesado mi amor, si os
digo que yo, a pesar de ser hijo de una raza de color, os adoro como a un dios, y que un día
vos me amaréis. No sé, pero desde el primer momento en que aparecisteis ante mí, no me he
sentido bien sobre la tierra; mi cabeza se ha extraviado, os tengo siempre aquí, fija en mi
pensamiento, día y noche. Escuchadme, milady, ¡es tan fuerte el amor que arde en mi pecho,
que por vos lucharé contra todos, contra el destino, contra Dios! ¿Queréis ser mía? ¡Yo os
haré la reina de estos mares, la reina de Malasia! A una sola palabra vuestra, trescientos
hombres más feroces que los tigres, que no temen el plomo ni el acero, surgirán e invadirán
los estados de Borneo para daros un trono. Decidme todo lo que la ambición os haya podido
sugerir y lo tendréis. Tengo oro suficiente para comprar diez ciudades, tengo navíos, tengo
soldados, tengo cañones, y soy poderoso, más poderoso de lo que os podéis imaginar.
-¡Dios mío! ¿Quién sois vos? -preguntó la jovencita, aturdida por aquel torbellino de
promesas y fascinada por aquellos ojos que parecían despedir llamas.
-¡Quién soy yo! -exclamó el pirata, mientras su frente se ensombrecía-. ¡Quién soy
yo!...
Se acercó más a la joven lady y, mirándola fijamente, le dijo con voz profunda:
-Hay unas tinieblas a mi alrededor, que es mejor no desgarrar por ahora. Sabed que
detrás de esas tinieblas hay algo terrible, tremendo, y sabed también que llevo un nombre que
aterroriza no sólo a todas las poblaciones de estos mares, sino que hace temblar al sultán de
Borneo e incluso a los mismos ingleses de esta isla.
-Y vos, tan poderoso, decís que me amáis -murmuró la jovencita con voz sofocada.
-Tanto que por vos sería capaz de hacer cualquier cosa; os amo con ese tipo de amor
que hace milagros y comete delitos a un tiempo. Ponedme a prueba: hablad y os obedeceré
como un esclavo, sin una queja, sin un suspiro. ¿Queréis que sea rey para daros un trono? Lo
seré. ¿Queréis que yo, que os amo con locura, vuelva a la tierra de donde salí? Volveré,
aunque martirice mi corazón para siempre. ¿Queréis que me mate delante de vos? Me mataré.
¡Hablad, que mi cabeza se extravía, que la sangre me abrasa, hablad, milady, hablad!...
-Entonces... amadme -murmuró la jovencita, sintiéndose vencida por tanto amor.
El pirata lanzó un grito, uno de esos gritos que raramente salen de una garganta
humana. Casi al mismo tiempo oyeron dos o tres disparos de fusil.
-¡El tigre! -exclamó Marianna.
-¡Es mío! -exclamó Sandokán.
Clavó las espuelas en el vientre del caballo y partió como un rayo con los ojos
chispeantes de ardor y el kriss en la mano, seguido de la jovencita, que se sentía atraída hacia
aquel hombre, dispuesto a jugarse tan audazmente la existencia por mantener una promesa.
Trescientos pasos más allá estaban los cazadores. Delante de ellos, a pie, avanzaba el
oficial de marina, con el fusil apuntando hacia un grupo de árboles.
Sandokán se arrojó del caballo, gritando:
-¡El tigre es mío!
Parecía un segundo tigre; daba saltos de dieciséis pies y rugía como una fiera.
-¡Príncipe! -gritó Marianna, que se había bajado del caballo.
Sandokán no oía a nadie en aquel momento y seguía avanzando a toda carrera.
El oficial de marina, que lo precedía a diez pasos, oyéndolo acercarse, apuntó
rápidamente el fusil e hizo fuego sobre el tigre, que se hallaba a los pies de un grueso árbol,
con las pupilas contraídas, abiertas sus poderosas garras y dispuesto a saltar.
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