pienso en ella! ¡Diríase que estoy anteponiéndola a mis cachorros y a mi venganza! ¡Y pese a
ello, me avergüenzo de mí mismo, pensando que es hija de esa raza que odio tan
profundamente! ¿Y si la olvidase? ¡Ah! ¿Sangras, pobre corazón mío, no quieres entonces?
¡Antes era el terror de estos mares, antes nunca había sabido qué era el afecto, antes sólo me
gustaba la embriaguez de las batallas y de la sangre... y ahora siento que ya nada podrá
gustarme lejos de ella!...
Calló y se puso a escuchar el susurro de las frondas y el silbido de su sangre.
-¿Y si interpusiera entre mí y esa divina mujer la selva, luego el mar y al fin el odio?...
prosiguió-. ¡El odio! Pero ¿podré odiarla? ¡Sin embargo tengo que huir, volver a mi
Mompracem, entre mis cachorros!... Si continuase aquí, la fiebre acabaría por devorar toda mi
energía, siento que se apagaría para siempre mi poder, que no volvería a ser el Tigre de
Malasia... ¡Vamos, andando!
Miró abajo: sólo tres metros lo separaban del suelo. Aguzó los oídos y no oyó rumor
alguno.
Brincó por encima del alféizar, saltó ligeramente entre las plantas y se dirigió hacia el
árbol bajo el que pocas horas antes Marianna estaba sentada.
-Aquí reposaba ella -murmuró con voz triste-. ¡Oh, qué hermosa estabas, Marianna!...
¡Ya no volveré a verte! ¡No volveré a oír tu voz, nunca... nunca!...
Se agachó bajo el árbol y recogió una flor, una rosa de los bosques, que la joven lady
había dejado caer. La admiró detenidamente, la olió muchas veces y la escondió
apasionadamente en su pecho; después se dirigió a buen paso hacia la cerca del jardín,
murmurando:
-Vamos, Sandokán. ¡Todo ha terminado!...
Se hallaba junto a la empalizada y estaba a punto de saltar, cuando retrocedió
vivamente, con las manos en los cabellos, la mirada torva, emitiendo una especie de sollozo.
-¡No!... ¡No!... -exclamó con acento desespera
-. ¡No puedo, no puedo!... ¡Que se hunda Mompracem, que maten a todos mis
cachorros, que desaparezca mi poder, yo me quedo!...
Se puso a correr por el jardín como si tuviera miedo de volver a encontrarse bajo la
empalizada de la cerca, y no se detuvo hasta que llegó bajo la ventana de su habitación.
Vaciló otra vez, y luego, de un salto, se agarró a la rama de un árbol y alcanzó el
alféizar de la ventana.
Cuando volvió a encontrarse en aquella casa que había dejado con la firme
determinación de no volver más, un segundo sollozo vibró en el fondo de su garganta.
-¡Ah! -exclamó-. ¡El Tigre de Malasia está a punto de desaparecer!
A la caza del tigre
Cuando al alba el lord vino a llamar a su puerta, Sandokán aún no había conseguido
pegar ojo.
Al acordarse de la cacería, en un abrir y cerrar de ojos saltó del lecho, escondió entre
los pliegues de la faja su fiel kriss y abrió la puerta, diciendo:
-Aquí estoy, milord.
-Estupendo -dijo el inglés-. No creía hallaros ya preparado, querido príncipe. ¿Cómo
os encontráis?
-Me siento con fuerzas para derribar un árbol.
-Entonces, démonos prisa. En el parque nos están esperando seis bravos cazadores,
que ya están impacientes por descubrir al tigre que mis hombres persiguieron en su batida por
el bosque.
-Estoy listo para seguiros. ¿Vendrá con nosotros lady Marianna?
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