-¡Participaré en la batida, milord!
-Lo creo; pero decidme ahora: espero que os que daréis algún tiempo más, como
huésped mío. -Milord, graves asuntos me reclaman, y tengo que apresurarme a dejaros.
-¿Dejarme? ¡Ni pensarlo! Para los negocios hay siempre tiempo, y os advierto que no
os dejaré partir antes de algunos meses; vamos, prometedme que os quedaréis.
Sandokán le miró con ojos que despedían relámpagos. Para él quedarse en aquella
quinta, al lado de aquella jovencita que lo había fascinado, era la vida, lo era todo. No pedía
más por el momento.
¿Qué le importaba a él que los piratas de Mompracem le lloraran dándole por muerto,
cuando podía volver a ver durante muchos días más a aquella divina joven? ¿Qué le
importaba su fiel Yáñez, que quizá lo estaba buscando ansiosamente en las orillas de la isla,
jugándose su propia existencia, cuando Marianna empezaba a amarlo? ¿Qué le importaba a él
dejar de oír el tronar de la humeante artillería, cuando podía seguir oyendo la deliciosa voz de
la mujer amada; o experimentar las terribles emociones de la batalla, cuando ella le hacía
experimentar emociones más sublimes? ¿Y qué le importaba, en fin, correr el peligro de ser
descubierto, quizá apresado, incluso muerto, cuando podía seguir respirando el mismo aire
que alimentaba a su Marianna y vivir en medio de los grandes bosques donde ella vivía?
Lo habría olvidado todo por seguir así durante cien años: Mompracem, sus cachorros,
sus barcos y hasta sus sangrientas venganzas.
-Sí, milord, me quedaré hasta que queráis -dijo con ímpetu-. Acepto la hospitalidad
que tan cordialmente me ofrecéis, y si un día (no olvidéis estas palabras, milord) tuviéramos
que volver a encontrarnos no ya como amigos, sino como fieros enemigos, con las armas en la
mano, sabré recordar entonces el agradecimiento que os debo.
El inglés lo miro estupefacto.
-¿Por qué me habláis así? -preguntó.
-Quizá un día lo sepáis -respondió Sandokán con voz grave.
-No quiero averiguar por ahora secretos -dijo el lord, sonriendo-. Esperaré ese día.
Sacó el reloj y lo miró.
-Tengo que marcharme enseguida, si quiero avisar a mis amigos de la cacería que
emprenderemos. Adiós, mi querido príncipe -dijo.
Iba ya a salir, cuando se detuvo y añadió:
-Si queréis bajar al jardín, encontraréis allí a mi sobrina, que espero sabrá haceros
buena compañía.
-Gracias, milord.
Era aquello lo que Sandokán deseaba: poder encontrarse, aunque fuera por unos
minutos, a solas con la jovencita, quizá para descubrirle la pasión gigantesca que le devoraba
el corazón.
Apenas se vio solo, se acercó rápidamente a una ventana que daba a un inmenso
jardín.
Allí, a la sombra de una magnolia de China cuajada de flores de penetrante perfume,
sentada sobre el tronco caído de una areca, estaba la joven lady. Se hallaba sola, en actitud
pensativa, con el laúd sobre las rodillas.
A Sandokán le pareció una visión celestial. Toda la sangre se le subió a la cabeza, y el
corazón comenzó a latirle con una vehemencia indescriptible.
Permaneció allí, con los ojos ardientemente fijos en la jovencita, reteniendo incluso la
respiración, como si tuviera miedo de turbarla.
Pero de pronto retrocedió, sofocando un grito, que parecía un lejano rugido. Su rostro
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