¿Qué era? Lo ignoraba. Pero siempre tenía ante sus ojos, y de noche volvía a verlo en
sueños, a aquel hombre de figura casi fiera, que tenía la nobleza de un sultán y que poseía la
galantería de un caballero europeo; aquel hombre de ojos centelleantes, de largos cabellos
negros, con aquel rostro en el que podía leerse claramente un coraje indomable y una energía,
más que excepcional, única.
Después de haberlo fascinado con sus ojos, su voz y su belleza, había quedado a su
vez fascinada y vencida. Al principio intentó reaccionar contra aquel latido de su corazón que
para ella era nuevo, como lo era para Sandokán; pero en vano. Sentía siempre que una fuerza
irresistible la empujaba a volver a ver a aquel hombre, y que no encontraba la calma más que
a su lado; sólo se sentía feliz cuando se encontraba junto a su lecho, y cuando le aliviaba los
agudos dolores de la herida con su charla, sus sonrisas, su voz incomparable y su laúd.
Y había que ver en aquellos momentos a Sandokán, cuando la joven le cantaba las
dulces canciones de su lejano país natal, acompañándolas con los delicados sones de su
melodioso instrumento.
Entonces dejaba de ser el Tigre de Malasia, dejaba de ser el sanguinario pirata. Mudo,
anhelante, empapado de sudor, reteniendo la respiración para no turbar con su aliento aquella
voz argentina y melodiosa, escuchaba como un hombre que sueña, como si hubiera querido
grabar en su mente aquella lengua desconocida que lo embriagaba y que le mitigaba las
torturas de la herida; y cuando la voz, después de haber vibrado por última vez, moría con la
última nota del laúd, se le veía permanecer largo tiempo en aquella postura, con los brazos
tensos, como si quisiera atraer hacia sí a la joven, con su mirada llameante fija en la mirada
húmeda de ella, con el corazón en vilo y los oídos atentos, como si escuchase todavía.
En aquellos momentos ya no se acordaba de que era el Tigre, olvidaba su
Mompracem, sus praos, sus cachorros, y al portugués, que quizá en aquella hora, creyéndolo
perdido para siempre, estaba vengando su muerte acaso con alguna sangrienta represalia.
Los días pasaban de esta forma volando, y su curación, poderosamente ayu