-Decidme, vos tenéis otro nombre infinitamente más bello que el de Marianna
Guillonk, ¿verdad?
-¿Cuál? -preguntaron a un tiempo el lord y la joven.
-¡Sí, sí! -exclamó con más fuerza Sandokán-. ¡Sólo vos podéis ser la criatura que
todos los indígenas llaman la Perla de Labuán!...
El lord hizo un ademán de. sorpresa y una profunda arruga surcó su frente.
-Amigo mío -dijo con voz grave-. ¿Cómo puede ser que vos sepáis esto, si me habéis
dicho que veníais de la lejana península malaya?
-No es posible que este sobrenombre haya llegado hasta vuestro país -añadió lady
Marianna.
-No lo oí en Shaja -respondió Sandokán, que casi se había traicionado-, sino en las
islas Romades, en cuyas playas desembarqué hace unos días. Allí me hablaron de una joven
de incomparable belleza, de ojos azules y cabellos perfumados como los jazmines de Borneo;
de una criatura que cabalgaba como una amazona y que cazaba valerosamente las fieras; de
una vaporosa jovencita a la que muchas tardes, al caer el sol, se veía aparecer por las orillas
de Labuán, fascinando a los pescadores de las costas. ¡Ah, milady, también yo un día quiero
oír esa voz!
-¿Todas esas virtudes me atribuyen? -respondió la joven riendo.
-¡Sí, y veo que los hombres que me hablaron de vos no han exagerado! -exclamó el
pirata apasionadamente.
-Adulador -dijo ella.
-Querida sobrina -dijo lord Guillonk-. Embrujarás también a nuestro príncipe.
-¡Yo estoy seguro de ello! -exclamó Sandokán-. Y, cuando deje esta casa para volver
a mi lejano país, diré a mis compatriotas que una joven blanca ha vencido el corazón de un
hombre que creía tenerlo invulnerable.
La conversación duró todavía un poco, girando ya sobre la patria de Sandokán, los
piratas de Mompracem o sobre Labuán; después, llegada la noche, el lord y la oven se
retiraron.
Cuando el pirata se vio solo, permaneció largo tiempo inmóvil, con los ojos fijos en la
puerta por donde había salido aquella jovencita. Parecía presa de profundos pensamientos y
de una viva conmoción.
Quizá en aquel corazón, que nunca hasta entonces había latido por una mujer, estaba
desencadenándose en aquel momento una terrible tempestad.
De pronto, Sandokán se estremeció, y algo así como un sonido ronco se agolpó en el
fondo de su garganta, pronto a irrumpir, pero los labios permanecieron cerrados, y apretó los
dientes con más fuerza, rechinando largamente.
Permaneció algunos minutos así, inmóvil, con los ojos ardiendo, el rostro alterado, la
frente perlada de sudor, las manos escondidas entre los largos y abundantes cabellos; luego,
aquellos labios que no querían abrirse, se movieron y dejaron escapar un nombre:
-¡Marianna!
Entonces el pirata ya no pudo contenerse.
-¡Ah! -exclamó, casi con rabia, y retorciéndose las manos-. ¡Siento que estoy
enloqueciendo.: que...la amo...!
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