Sandokán, al oír aquella voz, se sobresaltó fuertemente. Nunca un sonido tan dulce
había acariciado sus oídos, acostumbrados como estaban a escuchar la infernal música del
cañón y los gritos de muerte de los combatientes.
-Nada encuentro de extraño -dijo con voz alterada-. Es que vuestro nombre no me
resulta desconocido.
-¡OH! -exclamó el lord-. ¿Y de quién lo habéis oído?
-Lo había leído antes en el libro que podéis ver ahí, y me había imaginado que quien
lo llevara tenía que ser una espléndida criatura.
-Estáis bromeando -dijo la joven lady, sonrojándose. Después, cambiando de tono,
preguntó-: ¿Es verdad que los piratas os han herido gravemente?
-Sí, es verdad -respondió Sandokán con voz sorda-. Me han vencido y herido, pero un
día me curaré, y entonces, ¡ay de los que me han hecho morder el polvo!
-¿Y os duele mucho?
-No, milady; y ahora menos que antes.
-Espero que os curéis rápidamente.
-Nuestro príncipe es fuerte -dijo el lord-, y no me asombraría verlo de pie dentro de
diez días.
-Eso espero -contestó Sandokán.
De pronto, apartando los ojos de la cara de la joven, que de cuando en cuando se
sonrojaba, se levantó impetuosamente, exclamando:
-¡Milady!...
-Dios mío, ¿qué tenéis? -preguntó la lady aproximándose.
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