Test Drive | Page 26

Tiró de él hacia sí y vio que se trataba de un pecio23. Era un trozo de la cubierta del prao, al cual estaban aún enganchados unos cabos y una verga. -¡Qué oportuno! -murmuró Sandokán-. Mis fuerzas se acababan. Subió fatigosamente sobre aquel pecio, poniendo al descubierto la herida, de cuyos bordes, hinchados y rojos por la acción del agua marina, aún manaba un hilo de sangre. Durante otra hora, aquel hombre que no quería morir, que no quería darse por vencido, luchó con las olas, que poco a poco sumergían el pecio; pero seguía perdiendo fuerzas, y se quedó postrado sobre sí mismo, aunque seguía con las manos cerradas alrededor de la verga. Empezaba a clarear cuando un choque violentísimo lo arrancó de aquella postración, que casi podía llamarse desvanecimiento. Se incorporó fatigosamente apoyándose en los brazos y miró delante de él. Las olas se rompían con estruendo alrededor del pecio, enroscándose y espumando. Parecía que estaban dando vueltas sobre bajíos. Como a través de una niebla ensangrentada, el herido divisó a corta distancia una costa. -Labuán -murmuró-. ¿Arribaré aquí, en la tierra de mis enemigos? Experimentó un momento de duda, pero luego, reuniendo fuerzas, abandonó aquellas tablas que lo habían salvado de una muerte casi segura, y sintiendo bajo sus pies un banco de arena, avanzó hacia la costa. Las olas lo golpeaban por todas partes, bramando a su alrededor como perros dogos furiosos, intentando abatirlo y empujándolo o rechazándolo. Parecía que querían impedirle alcanzar aquella tierra maldita. Avanzó tambaleándose a través de los bancos de arena y, después de haber luchado contra las últimas olas de la resaca, alcanzó la orilla, coronada por grandes árboles, dejándose caer pesadamente en el suelo. A pesar de sentirse agotado por la larga lucha sostenida y por la gran pérdida de sangre, destapó la herida y la observó detenidamente. Había recibido un balazo, quizá de pistola, bajo la quinta costilla del lado derecho, y aquel pedazo de p